El abismo entre la realidad y las ensoñaciones del proyecto unilateral independentista quedaron ayer patentes con crudeza. Mientras en Barcelona el cese del Gobierno catalán y la disolución del Parlament para acudir a las elecciones del 21 de diciembre procedía con normalidad, Carles Puigdemont y cinco de los consejeros depuestos viajaron a Bruselas con la intención de pedir asilo político en Bélgica. Resulta esperpéntico --y un insulto paras aquellas personas que en sus países sufren una opresión real-- que en la Europa y la España de hoy alguien pueda plantearse seriamente que necesita exiliarse para que sus derechos no sean vulnerados. Nada más lejos de la realidad. En Barcelona, el PdeCat y ERC anunciaban que se presentarán a las elecciones autonómicas que Rajoy ha convocado para el 21 de diciembre al amparo del artículo 155 de la Constitución, y Carme Forcadell, la presidenta del Parlament, acató la disolución de la asamblea. Resistir desde un exilio la supuesta opresión estatal y al mismo tiempo presentarse a las elecciones es una contradicción que ni siquiera la acreditada habilidad narrativa del independentismo puede sostener sin sonrojarse. Su mundo paralelo sería ridículo si no alargara de forma innecesaria un conflicto que ya ha causado un enorme daño a Cataluña y a España. Porque la realidad política y judicial es muy grave. Ayer la fiscalía anunció querellas por sedición, rebelión y malversación contra el Gobierno de la Generalitat y la mesa del Parlament. Son delitos que acarrean duras condenas de cárcel. A las garantías del Estado de derecho deben apelar los acusados, no a un surrealista asilo en Bélgica.