Erase una vez una ciudad donde las multas eran tan caras, tan caras, tan caras que solo los reyes de Arabia Saudí podían pagarlas, y eso que ni por asomo pasaban por allí. Tirar colillas, pipas o papeles, o rebuscar en la basura podría ser sancionado con 900 euros según la ordenanza municipal. No, querido lector, no era una ciudad donde no hubiera fumadores. Tampoco era una ciudad del Cáucaso donde los ciudadanos no comieran pipas de girasol; ni tampoco es que hubiera ciberpapeleras como en Madrid. Y mucho menos una metrópoli donde los ciudadanos tuvieran buenas pensiones de jubilación y no hubiera marginalidad ni paro. No. Era una ciudad donde no solo había demasiados fumadores, sino que muchos de estos eran jóvenes pues el control de venta a menores de tabaco no era lo eficaz que debiera. Y era una ciudad donde no solo comer pipas era una de los más notables y nutritivos pasatiempos, sino que en ciertas épocas señaladas como era la Semana Santa, los ciudadanos se abandonaban mientras procesionaban por la calles sus santos a la única lujuria ciudadana permitida en tan señaladas fecha: comer pipas. Y, por desgracia, era una localidad a la sazón del reino de España donde demasiadas personas, y muchas de ellas jubilados, buscaban en la basura algo que llevarse a la boca. Y donde no se batían masivamente los colegios por parte de informadores municipales para enseñar e ilustrar a los más pequeños sobre higiene pública. O ni siquiera una buena campaña de concienciación e información ciudadana pergeñada con creatividad antes de sacar la estaca recaudatoria. A los que ya tenemos la cincuentena esto nos suena a aquello de la letra con sangre entra. O lo que es lo mismo, una educación cívica a lo gore. Sin péplum pero a lo Imperio Romano. Y como el término cívico tiene su etimología, pues eso: multas romanas.

* Publicista