Publiqué una columna titulada Ser de derechas en la que fantaseaba, entre otras cosas, con ser hombre por un día y escapar a la servidumbre de la buena apariencia. Me quejaba de nuestras rutinas cotidianas de belleza y el escritor Luisgé Martín la leyó y me envió un mensaje: «Yo me pregunto: ¿por qué hacéis (las mujeres) todo esto?». Me dejó pensativa. Por más vueltas que le daba, no tenía respuesta. ¿Por qué yo misma, aunque a nivel racional tenga las ideas claras, a nivel práctico naufrago en la ambigüedad sobre cómo debe una mujer presentarse en público?

Me decía que nada hay de extraño en prestar atención a la indumentaria y el cuidado de nuestro cuerpo, pues son tan antiguos como la propia civilización y están presentes en todas las culturas, pero que, si comparamos la tiranía a la que el mantenimiento de esa apariencia somete a los hombres frente al tiempo y energía que nos ocupa a las mujeres, advertiremos un gran desequilibrio. El estándar femenino del buen aspecto implica una inversión mucho mayor de cuidados y recursos. Oponerse a esa exigente carga no goza de ninguna popularidad, porque lo que cala en la población femenina es el mensaje de una lucrativa industria dedicada a modificar nuestra presencia. ¿Por qué?

El negocio de la belleza empezó a florecer en las postrimerías del siglo XIX, pero fue 100 años más tarde, en los 80 y 90 del siglo XX, cuando las ventas de los sectores de la moda y los cosméticos se disparan y su uso se masifica. Si históricamente la moda y los cuidados distinguían a las clases altas, con el avance del neoliberalismo y el capitalismo más salvaje, esos valores de clase privilegiada empiezan a imponerse como los únicos válidos. Con el desprestigio de la clase trabajadora, se desprestigió la cultura popular y un entendimiento propio de la indumentaria más sencillo y austero.

Esto además coincide por un lado con la incorporación efectiva de muchas mujeres a puestos de mando y con la reacción a ello: el backlash o contrarreacción a la igualdad que las mujeres alcanzaban. Hiperfemineizarnos y recordarnos que somos un cuerpo en todo momento sexualizado y deseable fue una tarea a la que la industria de la moda y los cosméticos colaboró con entusiasmo.

Meditaba sobre ello, pero aun así la pregunta de mi amigo flotaba en el aire sin respuesta: ¿Cómo hemos caído y seguimos cayendo tantas mujeres en tamaña trampa? En esto asistí a una jornada en el Senado sobre cultura e igualdad organizada por el grupo socialista. Fueron muchas las que intervinieron, pero la más clara y precisa fue la periodista Pepa Bueno. Para ella con el #MeToo, el 8-M y la sentencia de La Manada lo que ha ocurrido es que las mujeres nos hemos reconocido entre nosotras. O más precisamente: hemos reconocido un miedo colectivo que pensábamos que era personal, individual. De la alta ejecutiva a la limpiadora, por primera vez nos hemos mirado y acompañado. Es un miedo que llevamos tanto tiempo sintiendo y tenemos tan incorporado que no somos ni conscientes de cómo modifica nuestra conducta, nuestras decisiones y elecciones. Si las más jóvenes están furibundas es porque, con razón, se niegan a que el miedo las domestique.

Mientras se construye una identidad femenina nueva, más auténtica y honesta con quienes somos y lo que queremos decir al mundo navegamos en círculos entre estereotipos que el cine, la televisión y la prensa refuerzan. Son modelos hipersexualizados con los que niñas y adolescentes están aprendiendo a ser mujeres con el mismo miedo a ser juzgadas, sentenciadas y expulsadas que sus madres, mujeres adultas que tanto tiempo, dinero y reflexión invertimos en alcanzar esa buena apariencia. Pero, ¿expulsadas de dónde? De un lugar de paridad al que hemos llegado en las últimas décadas que percibimos, consciente o inconscientemente, como frágil, tan cosmético y volátil como el maquillaje que usamos. No nos sentimos propietarias del espacio que la sociedad nos reserva, pues la cotidianeidad nos demuestra que es una igualdad en falso con más enemigos que aliados.

Algunas me dirán que las mujeres tenemos que ser libres para vestirnos como nos dé la gana, sexi o no, y que nadie nos obliga a complacer los mandatos de quienes nos quieren siempre jóvenes, sexuales y de punta en blanco. Les diré que reflexionen ante el espejo: ¿es esa la apariencia que verdaderamente desean o más bien la que creen que deben presentar?

* Escritora y guionista