La muerte siempre nos golpea. Nos golpea aún más si es cercana y mucho más, si cabe, si sobreviene de repente, sin previo aviso. Tan callando... como diría Jorge Manrique, o con ese no sé qué que nos deja balbuciendo... si me permitís el parafraseo de un verso de Juan de la Cruz. La muerte no nos gusta, se la mire por donde se la mire. La muerte, con ese afán de vanidad y protagonismo con el que perpetuamente se nos muestra, tendría muy poco que hacer en algunas redes sociales actuales. Pero un asunto es que no nos guste la muerte, que no queramos sufrir sus golpes, y otro muy distinto es que la muerte no sea didáctica, que no nos enseñe algo sobre el vivir, sobre el morir mismo, sobre el tiempo, sobre el espacio que habitamos, sobre quiénes somos, sobre cómo nos relacionamos con nuestros semejantes y con los que no lo son pero cohabitan con nosotros en esto que llamamos Universo, tan incomprensible, tan irracional algunas veces y tan lógico otras. La muerte siempre puede ser una buena Maestra.

Hace unos días nos dejó, como bien se hicieron eco las páginas de este periódico, el director del colegio donde ejerzo mi vocación de docente. Una muerte repentina, inesperada, de esas que cuando te las comunican por teléfono y de noche, como fue mi caso, quieres colgar y creer que no ha ocurrido nada, que esa llamada no ha existido. Pero ocurre, vaya si ocurre. Hoy no les quiero hablar de la muerte del director del colegio, José Manosalva Eslava, ni de la muerte de un amigo con quien compartí algunos años de mi vida, ni de la muerte del profesional del baloncesto que fue en sus años mozos en El Juventud de Córdoba a las órdenes del también fallecido hace tres años, Abilio Antolín; ni les quiero hablar del sacerdote, ni del carmelita descalzo. Les quiero hablar del muerte de José Manosalva educador. Naturalmente y como siempre, mis lectores tienen aquí la preciosa oportunidad de pensar en el ser humano que deseen.

Y digo que la muerte siempre nos enseña porque conociendo como yo conocía a Pepe, al «zurdo», conociendo su carácter como lo conocía, más bien cercano a la introspección, algo rudo algunas veces, algo distante otras, en ocasiones poco comunicativo, me he dado cuenta, quizá algo tarde, de que ninguna de estas características, a priori tan alejadas del mundo de la enseñanza, han restado un ápice a su extraordinaria labor como educador y en estos últimos años al frente de un colegio que mueve una población que sobrepasa el millar y medio de jóvenes. Algo especial tenía, no tengo duda alguna, para empatizar con la juventud, con las alumnas y alumnos del colegio. He visto en estos días a cientos de jóvenes, en el velatorio, en el funeral, llorando por la muerte de su director, de su profesor, de su amigo. Les he visto en el rostro el dolor de la tristeza, de la ausencia, del sentirse huérfanos, solos, desamparados sabiendo que en septiembre no escucharán su «buenos días, que seáis felices». Les he podido mirar con mis ojos, también tristes, acordándome de los versos de Paul Eluard que decían: «Nuestros ojos intercambian su luz/ su luz y el silencio/ hasta no reconocerse/ hasta sobrevivir a la ausencia...» Ese fue también, y en un puesto de privilegio, Pepe Manosalva, el educador de jóvenes, el ser humano que enseñaba seguramente con solo mostrar sus gestos y que muy probablemente podían captar únicamente aquellos corazones inteligentes, atrevidos y valientes como suelen los de nuestros jóvenes. Hubiera preferido, como todos sus amigos, sus conocidos, sus alumnos, sus compañeras y compañeros de trabajo no tener que escribir estas líneas, pero aquí están, sobrevenidas, para que la Luz, su Luz, nos haga sobrevivir a esta ausencia.

* Profesor de Filosofía

@AntonioJMialdea