Tras una corta vida atormentada por la enfermedad , Andrea tendrá la muerte dulce que reclamaban sus padres desde hace meses. En medio de un considerable revuelo mediático y tras la intervención decidida de un juez, la dirección del Hospital Universitario de Santiago ha rectificado su posición inicial y ha accedido a retirar la sonda gástrica a través de la que recibía alimentación la niña de 12 años, víctima de un mal degenerativo e irreversibe. Ahora será sedada y recibirá una mínima hidratación para que los medicamentos hagan efecto hasta que llegue el desenlace final. Resulta una decisión grave, teñida si cabe de mayor dramatismo al tratarse de una menor, pero también cargada de razones para sortear el inevitable calvario de la paciente y el sufrimiento de sus progenitores. Como ha ocurrido en otras ocasiones, el caso ha vuelto poner encima de la mesa todos los juicios, y sobre todo los prejuicios, que despierta el debate sobre la muerte digna, la eutanasia y el propio suicidio en aquellas situaciones extremas de la existencia en las que la vida deja de asimilarse al concepto de vida humana. De nuevo aquí han surgido las viejas discrepancias entre los enfermos terminales --o sus representantes legales--, que desean hacer valer su derecho a decidir cómo quieren que sea su tránsito final, y una clase médica que en muchos casos legítimamente quiere apurar todas las posibilidades que se deslizan por la delgada línea que separa la vida de la muerte. Con todo, en el caso de Andrea algo se ha avanzado desde 1988, cuando se produjo la muerte por suicidio asistido del tetrapléjico Ramón Sampedro. Seguirán goteando en el futuro casos como este y dejando cada vez más en evidencia las actuales fisuras legales para afrontarlos.