Hace algunos años, en una cárcel lejana, fui protagonista de una de las sensaciones más tristes e impotentes que he vivido. Servía yo a un preso de estos que no cometen delitos grandes, pero sí muchos pequeños y suman por ello grandes condenas. Suelen ser personas que no controlan porque parece que, injustamente, reencarnan genes rabiosos. En las distancias cortas, al menos conmigo, este muchacho era maravilloso. Es más, estoy seguro que daría la vida por mí o por un amigo ante el abuso funesto de un tercero. En la prisión siempre estaba en módulos conflictivos por su rebeldía ante los funcionarios; me decía que ya que le arrebataban la libertad, no estaba dispuesto a obedecer a nadie; una postura tan heroica como absurda pero indudablemente independiente. Siempre creí que lo suyo se resumía en un problema mental no incluido en las patologías que se tienen en cuenta para que la gente no sufra la cárcel como respuesta a sus malas conductas. Este muchacho solo tenía como incondicional a su madre. Pero con los años a la buenísima mujer le llegó la vejez y el final natural. La cárcel le permitió ir a verla al hospital y darle un beso de despedida que todo hay que decirlo. A los dos días la progenitora murió, pero la prisión no le concedió el permiso para acudir al entierro. Aquel día no solo murió su madre porque también él murió en vida. El mal trago de esas horas encerrado en el chabolo mientras enterraban a lo que más quería convirtió su alma en un amasijo de hierros. Fui a verlo para que, poniendo ambas manos juntas y separadas por el cristal de comunicaciones, oráramos a Dios por la difunta y para darle fuerzas para seguir esa vida de infierno. Yo cerré los ojos mientras rezábamos, pero algo me dijo que los abriera para ver como en él la oración iba evolucionando. Mi sorpresa fue una mezcla de estupor y compasión cuando vi que no estaba rezando a la vez que yo, sino que, con una sonrisa tan sabia que parecía de vueltas de todo, me miraba con agradecimiento. Le dije que por favor hiciera el esfuerzo de clamar a Dios y lo hizo. Terminamos y me despidió en un tono demasiado definitivo. Al poco fue trasladado y me enteré de que una mañana de mayo se le paró el corazón con la foto de su madre entre las manos. La cárcel es tristemente necesaria pues no hay otra respuesta para castigar delitos y apartar al delincuente. Pero este castigo ya de por sí es inmenso y no hay que añadir nada más. Por eso, en ningún centro penitenciario de España se debe repetir la terrible tortura de que un preso no pueda ir al entierro de su madre. Hay riesgos que no hay más remedio que asumir por respeto a la dignidad de cualquiera.

* Abogado