La muerte, aún siendo un hecho cotidiano, es un trance que visto desde el pragmatismo más pragmático es un hecho cruel. Vivimos como si fuéramos a estar aquí toda la eternidad y sin embargo un día inopinado e inoportuno aniquila no sólo nuestro cuerpo, sino nuestra voluntad. Esa voluntad es la que en vida ha llevado a muchas personas a darlo todo por sus semejantes en países dónde la vida demasiadas veces más que el prólogo de la muerte es un introito. Esta circunstancia la conocen todos aquellos que se aventuran desde el primer mundo a salvar al prójimo necesitado y aún así todos ellos la asumen. No es de extrañar. Todos sabemos o en el mejor de los casos conocemos a semejantes nuestros que parecen estar hechos de otra pasta. Una pasta elaborada de solidaridad, sacrificio y entrega hacia los demás. Hasta aquí todo muy bien. Pero como sucede en todo lo que se refiere a los vínculos humanos y por ponerle un ejemplo que conoces casi todos, nadie se imagina lo que es ser padre o madre hasta que no se tiene un hijo. Pues esto es lo que les pasa a todas esas personas que en nombre del amor al prójimo se plantan en lugares y circunstancias desfavorecidas sencillamente para hacer que los más desfavorecidos tengan una oportunidad. O sea, que una vez allí, todos estos sentimientos positivos de ayuda y confraternización acaban teniendo nombres y caras. Y es entonces cuando el que va allí no solo se encuentra así mismo y a su vocación, sino lo más importante, a una familia. Por eso no es de extrañar que muchos acaben queriendo terminar sus días allí, incluso cuando la muerte les sorprende por causas pandémicas, endémicas o epidémicas que en el primer mundo tendrían fácil solución. A veces, cuando la vida te da a elegir, uno intenta morir donde tiene el corazón. Es lógico: sólo se vive y se muere una vez.

* Publicista