Mientras por aquí andamos peleando y pleiteando por la identidad cultural, aquello que nos diferencia y enfrenta, llega el Black Friday, viernes negro en extranjero, y nos unifica a todos por abajo, en la compra, el gasto y la acumulación de cosas. Ya no cuenta nada el día del patrón ni fiesta nacional, porque no hay más patrones que los importados de EEUU. Primero fue el happy birthday, luego vino Halloween, las fiestas de graduación, y desde hace tres años el friday lo inunda todo, y a la vuelta de unos años estaremos comiendo el pavo en el día de acción de gracias y no por Nochebuena. Una compañera me dijo el otro día que en el colegio de su hija estaban dibujando gordos pavos gringos porque al día siguiente era la pavada yanki, tantas veces caramelizada en las películas de Hollywood. Pero nada como el friday por lo rápido que ha prendido entre la peña y por cómo al gancho se ha agarrado todo el comercio, el grande y el pequeño, las marcas de élite y hasta los mercadillos que anuncian su particular «blas fridei». En los últimos días, tanto a mi correo como a mi teléfono, me han llegado todo tipo de ofertas y sugerencias increíbles que no me esperaba y a las que no pienso hacer ningún caso. En este sentido me entreno cada día en la ética de Josep Pla que, cuando bajada del Ampordan y veía los escaparates de Barcelona decía: «Qué maravilla, cuántas cosas hay que no necesito». De una marca de coche que tuve hace tres quinquenios me quieren dar cita para el super Black Friday de 200 vehículos en oferta, también del actual modelo que tengo me tientan; de una óptica a la que tenía por seria y rigurosa en su trato con mis ojos, ahora me envían una repentina oferta del 60% a cuentas del viernes negro; una compañía de seguros a la que confío mis enseres, también quiere comprometerme en otras pólizas por sus rebajas; una tienda que frecuento y que tiene por norma nada de regateo fuera de su periodo de rebajas, también quiere pillarme en 48 horas; de la clínica dental en la que me hicieron el último empaste, afortunadamente hace muchos años, se ofrecen a ponerme los dientes como perlas, y resultar como esas viejas estrellas (hombres y mujeres) que salen con dientes de nácar, y aún podría seguir la retahíla de invitaciones a gastar. Y no invento nada, porque seguro que a ustedes también les han llegado estas dislocadas propuestas de un país pobre, gregario, lleno de tontucios gastones que en un tiempo, no tan lejano, hacía ascos a todo lo que viniera del imperio yanki, empezando por aquel «No a la OTAN» que González desactivó. Los españoles cada vez nos parecemos más a los mojinos (hablo del pájaro rabilargo), que siempre vuelan en bandada porque individualmente se pierden.

* Periodista