Cualquier observador de las novedades editoriales habrá comprobado la aparición de obras relacionadas con el centenario de la revolución soviética, también denominada bolchevique, dado el papel relevante de dicho partido, cuyo origen se halla en las polémicas vividas en el Partido Obrero Socialdemócrata Ruso acerca de su modelo de organización, sobre todo durante su segundo congreso, en el verano de 1903, en Bruselas y Londres. Poco antes había nacido un semanario que era órgano de expresión del partido, Iskra (lo he visto traducido como ‘La Chispa’ o ‘La Llama’), donde aparecieron artículos tanto de dirigentes históricos, Plejánov, como de los jóvenes, en particular de V.I. Uliánov, más conocido por su pseudónimo de Lenin. Este dio a conocer en 1902 su planteamiento acerca de la concepción del partido en el folleto ¿Qué hacer?, y elaboró un proyecto de estatutos de cara al Congreso, al igual que hizo Plejánov, con quien el joven Lenin llegó a acuerdos para presentar textos comunes, en lo que según E.H. Carr sería casi la última vez en la que Lenin estuvo dispuesto a transigir, es decir a adoptar una solución de compromiso, en una cuestión teórica.

Durante el Congreso, ante al abandono de algunos delegados, el grupo vinculado a Iskra (y a Lenin) consiguió imponer sus criterios, frente a otros como Mártov o Trotski, y dada su condición de mayoritarios fueron denominados «bolcheviques», mientras que los minoritarios serían conocidos como «mencheviques». Finalizado el Congreso, Plejánov quiso seguir una línea de reconciliación con los disidentes, y esto provocó la discrepancia de Lenin, que abandonó el consejo de redacción de Iskra y se propuso organizar a los bolcheviques al margen de una dirección que consideraba controlada por los mencheviques. Fundó un nuevo periódico, Vpered (‘Adelante’) y en 1905 celebró un congreso en Londres, solo con delegados bolcheviques. Fueron momentos en los que recibió duras críticas, sobre todo de Mártov, y también de dirigentes de otros partidos, como Kautsky y Rosa Luxemburgo. Eran los que no coincidían con su manera de entender el partido, concebido por Lenin como un grupo de revolucionarios profesionales, que debía convertirse en vanguardia del proletariado, así como en su guía, para lo cual era necesaria una organización centralizada y disciplinada. Ya durante el Congreso Mártov había denunciado que se había implantado «el estado de sitio dentro del partido», porque se habían utilizado «leyes de excepción contra determinados grupos». La escisión fue definitiva y así los socialistas rusos llegarían divididos a la revolución de 1905, uno de cuyos acontecimientos fue inmortalizado por Eisenstein en su película El acorazado Potemkin (1925), con su magistral escena de la matanza en la escalera del puerto de Odesa.

La polémica generada estos días en Podemos me ha recordado aquella otra entre bolcheviques y mencheviques, pues si bien estamos ante circunstancias y realidades muy distintas, tantas como la distancia existente entre la Rusia de 1903 y la España de 2017, también se enfrentan dos maneras de concebir el partido, la de Iglesias y la de Errejón, y porque asimismo hay quien ha denunciado las malas artes por parte de la dirección del partido, como hizo Rita Maestre al hablar de un «golpe burocrático» o Luis Alegre con sus críticas. Si Iglesias, como dijo en campaña, es un socialdemócrata, debería plantear formas de actuación dentro de las instituciones, demostrar que se puede hacer política eficaz dentro de las mismas, cosa que en su opinión no sabían hacer los partidos de la casta, y le convendría saber que la hora de ir a la calle fue otra, porque no es el momento de pasearnos a cuerpo, como para otra época defendía el poeta. Porque se puede ser socialista sin convertirse por ello en un nuevo PSOE.

* Historiador