El Mistral es un viento frío, poderoso, que se asoma al mar en ese trozo de Francia flanqueado por los Pirineos y los Alpes; una vereda hollada por los elefantes de Aníbal, exilio de Papas díscolos y refugio de fortunas que cinematografiaron el lujo desde que una Princesa de Hollywood decidió hacerse mortal para encarnar un cuento de hadas. Diríase que no hay país más centralista que la tierra de los galos, pero esas notas en la garganta, que exportó Napoleón a la ciudad y al mundo a pesar de la barbarie de sus campañas, se acunaron en un sureño puerto bizarro. París canta La Marsellesa, pero Marsella cimbrea a la Francia; Marsella como zona cero del lepenismo, el intenso a olor a Mediterráneo, como si solo los marselleses preservasen, fuera de Cádiz, la receta del gárum romano. Una proyección parabólica hacia la Argelia colonial, el desarraigo de Pies Negros y tantos otros argelinos que se asentaron en la metrópoli. Camus como un santón laico que hay que venerar en Orán, y este Islam temeroso y temible que no había cuestionado las cochuras de Europa desde que los turcos se plantaron por segunda vez ante las puertas de Viena.

Los ingleses, tan excéntricos, siempre se adelantan a las convulsiones. Por su Versos satánicos, Rushdie fue condenado por infiel a un ostracismo impío, antes de que el Muro de Berlín y las Torres Gemelas cambiasen al mundo. Houllebecq no ha ajustado el ralentí de su provocación al pronosticar la llegada al Elíseo de un musulmán como último propósito para evitar que un personaje de no ficción --Marine Le Pen- alcanzase la más alta magistratura francesa.

Pero como diría el polivalente Moustache de Irma la Dulce, esa es otra historia. Macron es un suspiro para el europeísmo, más sacos de arena para ese dique en las que también contribuyó el resultado de las elecciones holandesas. La catarsis tiene muchas miradas en el espejo francés. Envidia, acaso no tan sana, de Albert Rivera, viendo cómo su sosias si ha conseguido tumbar a la vieja guardia de los partidos tradicionales. Melenchon, en la longitud de onda podémica, muestra la ambigüedad de los ánodos y los cátodos en su actitud hacia la segunda vuelta, cumpliendo la máxima universal de que los extremos se tocan.

Fillon ha pagado el escándalo del gorrón autoempleo de su propia esposa, evidenciando que en eso de asumir el quinario de las corrupciones, la derecha española sigue siendo diferente. Y, en negativo, el socialismo parece obcecarse como indicador de una nueva época. Si algo tienen en común Hollande y Zapatero es que ambos renunciaron a disputar la reelección intuyendo achicados la magnitud de la tormenta. Hollande ha gestionado una Grandeza centrifugada en un programa de ropa caliente, y ha convivido con un Terror que no aguanta las soflamas de Brumario. De este batacazo del socialismo francés deben aprender los candidatos de Ferraz. Pese a nuestras tradicionales rencillas; pese a la estampa de los agricultores galos boicoteando los palés de frutas y tomates; pese al cinismo estirado de Giscard con el santuario etarra, necesitamos a Francia, un mutualismo entre viejos países que es imprescindible en un planeta que se achanta. El Mistral es como el Cierzo. Pero dicen que el viento seco y frío rejuvenece.

* Abogado