El Banco Nacional de Datos Climatológicos, que mantiene y gestiona la Agencia Nacional de Meteorología (Aemet), conserva los registros oficiales de temperaturas en España de hace algo más de ciento cincuenta años. Córdoba batió su record histórico hace sólo unos días, cuando se quedó a una décima de los 47º a la sombra (no olvidemos que la temperatura se toma en el aeropuerto, a un metro del suelo y sobre césped, por lo que en la ciudad la sensación de calor superó con mucho los 50º). Son valores realmente de averno, que parecen confirmar el cambio climático, y que amenazan con expulsarnos antes o después de este rincón del mundo hacia zonas más bonancibles. No sabemos con certeza qué clima hizo en otras épocas de nuestra historia, pero sí que las grandes calles y avenidas de la Córdoba romana, reconstruida desde los cimientos tras ser arrasada por César en el año 45 a.C., fueron diseñadas con doble hilera de soportales; no solo por una cuestión de tradición cultural, sino también, y sobre todo, como la forma más efectiva de conjurar el calor y mejorar la vida de sus habitantes. Del mismo modo, los responsables municipales de la nueva y flamante Colonia Patricia tuvieron buen cuidado en asegurar su abastecimiento regular de agua, vital para nutrir las decenas de fuentes públicas que menudearon por el casco urbano, garantizar su llegada en abundancia a los grandes centros de ocio que fueron las termas, gestionar la sobrante para domicilios privados, y regar con ella jardines y huertos. Por más, pues, que las agencias meteorológicas nos asusten hoy con sus predicciones, y el calor haga periódicamente de Córdoba un adelanto del infierno, parece claro que los cordobeses venimos soportando temperaturas extremas desde que el mundo es mundo; que sus dirigentes más preclaros y capaces han cuidado siempre de combatirlo mediante normas básicas tan de sentido común como utilizar materiales adecuados para la construcción de edificios públicos y privados, adoptar diseños urbanísticos y tipologías arquitectónicas bien planificadas para hacer más confortable el vivir diario dentro y fuera de casa, y dotar de agua y vegetación a la ciudad, conscientes de que no existen formas naturales más efectivas de combatir la calima. Por eso, resulta tan desconcertante que arquitectos y urbanistas de nuestro tiempo apuesten habitualmente por materiales exógenos, espacios públicos tan duros y áridos como desiertos, formas arquitectónicas que sin aire acondicionado serían completamente inhabitables, y una aversión a los árboles de sombra y los puntos de agua que clama al cielo y maltrata a la tierra. Córdoba, por desgracia, sabe de lo que hablo. ¿Quién no se ha preguntado, al atravesar algunas de sus nuevas plazas bajo este sol inmisericorde, si quienes las diseñaron pensaron en algún momento que estaban destinadas a seres humanos?

Córdoba es un ejemplo insuperable de ciudad hecha a la medida del hombre, resultado paradigmático de un proceso de síntesis cultural, urbanística y arquitectónica que, a través precisamente del uso de materiales constructivos tomados de su propio entorno (básicamente, piedra, tierra, cal y madera), del diseño de calles y plazas de forma que el sol no las machaque, de concebir la vida hacia adentro, en torno al patio, de aprovechar las infinitas posibilidades que ofrece su extraordinaria abundancia en agua, ha sabido generar una forma de vida adaptada a los rigores de su clima, a su extremismo meteorológico secular, a su necesidad de bajar unos grados el bochorno inmisericorde que nada más salir a la calle amenaza con socarrarnos la nariz, y deja regustos de horno en las vías respiratorias. Todo un prototipo de ciudad histórica, que deberíamos mimar como a la niña de nuestros ojos, porque si rompemos su equilibrio no solo acabaremos convirtiéndola en otra cosa, sino también deshumanizándola. Hablo de una ciudad maravillosa, repleta de arte y de artistas, sabia y eterna, que casa mal con experimentos de nuevo cuño y asiste horrorizada a ellos. Una ciudad cosmopolita, intercultural, tolerante y para muchos desconocida, a la que es posible acercarse de mil formas diversas: entre efluvios tabernarios de vino amontillado; haciendo vida y tertulia a la sombra de un limonero; capturando los ecos de un cante; bebiendo los versos de sus muchos poetas, o de la mano sabia de quien la ama y la siente, como Luis Recio Mateo, referente ineludible en mostrarla al mundo, cuyo libro Córdoba, capital de la interculturalidad, les recomiendo como la mejor compañía para este verano. En sus páginas la redescubrirán a través de los ojos de uno de sus hijos que mejor la conoce y con más pasión la enseña. Feliz descanso veraniego.

* Catedrático de Arqueología de la UCO