Lamento hacer sufrir a mis seres queridos. Es una frase que le escuché recientemente a un señor por la calle hablando por teléfono y que se me ha quedado grabada para los restos. Sentirme responsable de las penas y padecimientos de mis seres queridos es algo que me ocurre a mí también con frecuencia. Y ya sé que en la mayoría de los casos tal vez sea una hipérbole por mi parte, pero no puedo dejar de pensar en ello. Creo que les hago sufrir incluso cuando siento que lo que hago es bueno para ellos. Hasta se me pasa por la cabeza pensar que mi sola existencia es ya causa de su infelicidad. Y lo cierto es que, mirando la cuestión con frialdad, hay que admitir como inevitable el típico refrán de que «quien bien te quiere te hará llorar». Probablemente queremos demasiado y queremos demasiado bien.

Mis seres queridos... Seres: curiosa manera de referirse a personas tan cercanas. La palabra «ser» suele aparecer con normalidad en las expresiones «ser vivo» o «ser humano». Es un término filosófico o científico. Emplearlo en una expresión tan coloquial como «ser querido» parece dejar patente la importancia que estas personas tienen para cada individuo. El ser querido es esa persona en quien pensamos por Navidad y a quien, de tanto quererla, uno probablemente la habrá hecho llorar en alguna ocasión. Seguro que cada cual sabrá elaborar una lista con los nombres de sus seres queridos.

La lista de mis seres queridos es difícil. Debería ser corta. En primer lugar estás Tú. Y Tú ya sabes quién eres, donde quiera que estés ahora, en este o en otro universo. Y algunos más detrás, que quizás también deberían aparecer en letra de molde. Pero la vida y las normas son casi siempre caprichosas e injustas. Está mi familia: mamá, papá, la hermana y los otros cuatro hermanos. Están mis sobrinos y los propios hijos de algunos de ellos. Están esos grandes amigos, fieles desde la infancia, y esos otros afortunados descubrimientos fruto de las miserias compartidas en la soledad y el abandono de los estudios universitarios. Están los utópicos amores soñados, los amores frustrados, los amores fugaces, absolutamente impecables en la perfecta redondez de una noche y adiós. Son seres queridos, por supuesto, mis maestras y maestros, casi todos los que me guiaron desde los seis hasta los veintitantos y más allá. Tengo también a mis compañeros- amigos: en el departamento, en la facultad, en la universidad. Tremendos apoyos durante tantos años. Y también están por derecho propio esos otros seres inhumanos, oscuros, amargos, ásperos y punzantes, que una cruel experiencia o enfermedad humanizó y transformó en seres admirables y deseables, y de los que ya no deseo alejarme.

Pero mi lista de seres queridos se quedaría huérfana si no menciono a unas cuantas personas por su nombre. Son personas que no busqué, pero que entran y salen y vuelven a entrar en mi vida con la periodicidad y la precisión de un reloj. Debes estar tú, Raquel: siempre me recibes con unos buenos días y una sonrisa, independientemente de mi tono y mi humor; y eso me hace más bien que tu café. Exactamente lo mismo puedo y debo decir de Pepe. Y de Ángela y Manolo: me dais de comer justo lo que necesito. Estás tú, Antonio: en tus manos encomiendo mi cuerpo cada vez que me toca la ITV. Confío en ti, aunque ya lo sé: que sí, ya me ha quedado claro que perfectamente me puedo morir de un infarto fulminante cinco minutos después de un estupendo electrocardiograma.

Estáis también vosotros: regimiento de escritores científicos y literarios anónimos, porque no os voy a nombrar nada más que por el nombre de pila, pero que habéis logrado conmoverme, multiplicarme, transformarme, y trasladarme a otros mundos después de ayudarme a sintonizar o a desentender este: Alberto, Carlos, Gabriel, Federico, Luis, María, Jorge, Ana..., y tantos otros. Y luego están todos esos seres a los que seguro que he hecho llorar en algún momento. Me gustaría tener la oportunidad de conoceros para aprender a quereros.

* Profesor de la UCO