Estas largas tardes de descanso veraniego me han permitido terminar dos libros cuya lectura recomiendo: La Mano de Fátima, de Ildefonso Falcones, y Ceguera Moral, de Zygmunt Bauman. Novela y ensayo que nada tienen que ver entre sí, pero que asemejan claves y conclusiones que se complementan. Si el primero recoge de forma muy documentada, a través de personajes diversos, las revueltas y expulsión de los moriscos de España con sus amores, miedos y odios, tras la opresión de los mismos y la ruptura de la capitulaciones de los Reyes Católicos por el cardenal Cisneros; el segundo aborda la pérdida se sensibilidad en la moderna sociedad líquida que define el que fuese premio Príncipe de Asturias de Humanidades en 2010. Señala el reconocido catedrático de Sociología de la Universidad de Varsovia que vivimos entre el miedo y la indiferencia. Es evidente nuestra indiferencia a todos los dolores y horrores que vivimos en directo del resto del mundo, que creemos ufanamente que nunca nos alcanzarán en nuestra fortaleza de cristal. Y el miedo se ha convertido en una mercancía de consumo y se ha sometido a las reglas del mercado, incluso en mercancía política utilizada para gestionar el juego del poder, cuyo efecto más pernicioso, además de los populismos extremos, es el debilitamiento de la confianza mutua y el cultivo de la sospecha permanente, la desconfianza hacia los extraños y la tendencia a estereotiparlos como bombas de tiempo listas para explotar. Así vivimos en un estado de alerta permanente derivado de múltiples peligros que nos acechan al otro lado de la esquina. Ya sea la amenaza nuclear de Corea del Norte, el radicalismo religioso, los distritos violentos de las ciudades con sus áreas prohibidas, los pedófilos de turno o la violencia de género enquistada. Y el miedo se nutre de la ignorancia sobre qué va a pasar, y de la impotencia sobre qué podemos hacer para modificarlo. Y a su vez, el temor alimenta el odio, y éste retroalimenta al temor.

Cuento esto, pasados ya días desde el mazazo del brutal atentado terrorista, en el que vamos recuperando la calma y algunos la cordura. Muchas son las aristas y los perfiles que se han comentado estos días desde el asesinato colectivo, sobre la verdad objetiva de las víctimas y su dolor: la prevención posible, la coordinación policial, el perfil de los verdugos, las causas inmediatas, la utilización política en un contexto complejo. Pero subrayo que me ha llamado la atención la falta de perspectiva de unos atentados terroristas como fenómeno global que llevan produciéndose en muchos países del mundo desde la caída de las Torres Gemelas en 2001 y sobre cuyas causas pasamos inadvertidamente, convirtiéndonos incluso en cómplices de los Estados que financian y avalan esta estrategia de terror; y el envenenamiento que existe en las redes sociales, donde muchos han utilizado los atentados de Cataluña para justificar su latente odio a otras razas y religiones. Mucha gente no quiere saber la verdad, sino justificar sus posiciones existentes a priori, y para ello se valen de cualquier disfraz, ya sea de videos falsos, de mensajes manipulados, de largos textos sin firmar que van corriendo por las redes, más elaborados con el estómago que con la cabeza. Se ha puesto en entredicho a todos los inmigrados de sus países, a todos los refugiados de la guerra, a todos los que rezan en mezquitas porque sencillamente nacieron en otra cultura, a todos los vecinos del lugar, incluso a todos los top manta de aquél día en las Ramblas, y por derivación sutilmente se cuestionan todos los derechos que tanto nos ha costado conquistar. Se ataca cualquier análisis más complejo que huya de las soflamas incendiarias y de los chistes zafios y ofensivos. Se equiparan viñetas con estadísticas y se retuerce la verdad, ofreciendo insistentemente sólo los mismos mensajes, verdades sesgadas y parciales que acaban convirtiéndose en grandes mentiras desconfigurando la compleja realidad, llena siempre de matices. Como escribía Ken Follet en la Caída de los Gigantes, la gente necesitaba odiar a alguien. Si además de que encierren a los criminales, abogas por un análisis más complejo e integrador orientado a la paz y la convivencia, rápidamente y con desdén te tildan de buenista. En ocasiones lamentablemente me he sentido más cerca de la Edad Media y de los hornos de Auschwitz que de la Florencia del Renacimiento y las columnatas del Palacio Chaillot. Los extremos se tocan, preocupándome la sociedad hacia la que caminamos. Se reivindica la pureza de sangre y los cristianos viejos, sacan pecho los inquisidores, los defensores de los muros, la supremacía, la sangre, utilizando la descalificación y los insultos, junto con la confusión pretendida y el engaño pertinaz. Las redes utilizadas por todos quienes alimentan el fanatismo y el odio, de un lado y de otro. No es de extrañar en un país visceral como el nuestro. Ya lo recogía el buenista de Machado: En España de diez cabezas, nueve embisten y una piensa.

* Abogado