Ha sucedido en Estados Unidos, pero lo mismo podría haber pasado en Córdoba o en cualquier otro sitio, porque este mal no tiene fronteras. Un niño de 9 años se ha suicidado en Colorado tras sufrir acoso en su colegio, al que llevaba acudiendo desde hacía tan solo cuatro días, después de que el pequeño hubiera confesado a sus compañeros que era homosexual. Desde el mismo instante en que el menor hizo la confidencia a los otros chicos nos cesaron las burlas y vejaciones de estos, quienes tanto lo acorralaron que vio en la muerte la única salida. Y eso que contaba con el apoyo incondicional de su madre, a la que unas semanas antes había comunicado que se sentía gay, cosa que ella -que probablemente ya lo intuía- había aceptado con normalidad. Pero pudo más la crueldad padecida en la escuela por este niño del que cuentan que le encantaban los robots, las cartas de Pokémon y la música, es decir, lo que a todos los niños de su edad, un chaval que estaba descubriendo su identidad sexual, como le sucede a otros muchos, lo confiesen o no.

Duele imaginar el sufrimiento que tuvo que soportar el pequeño, de sensibilidad a flor de piel, ante la ferocidad de un entorno brutalmente homófobo desde edades tempranas, tempranísimas; pero también levanta sarpullido pensar que esos menores estaban rodeados del silencio cómplice de otros alumnos y de adultos, profesores y padres que no detectaron nada raro en un entorno tan abiertamente hostil como para empujar a alguien a quitarse la vida cuando apenas había tenido tiempo de empezarla. El caso, si bien extremo, demuestra el largo trayecto que queda por recorrer en la conquista del derecho a la igualdad y la libertad del colectivo LGBT -sigla bajo la que caminan unidos lesbianas, gais, bisexuales y transexuales- ,que no debería pasar de puntillas ante un hecho tan sangrante-. Aunque los verdugos siempre encuentran en su misma cerrilidad motivos para atacar a sus víctimas, de modo que si esta vez han visto en la vulnerabilidad del compañero que se sinceró sobre sus inclinaciones la puerta abierta al ataque, cualquier otro pretexto puede valerles para el próximo si nadie lo remedia.

El bullying (dicho en español, acoso escolar psicológico o físico) es un problema mucho más extendido de lo que parece, pues son pocos los casos que las autoridades académicas admiten como tales oficialmente y menos aún los que trascienden fuera de los centros docentes. Asociaciones que luchan contra ello en este país, como No al Acoso Escolar (NACE) sitúan en torno al 20% los alumnos de Primaria y Secundaria -el mayor número de acosos se da en el primer ciclo de la ESO- que lo han sufrido en alguna ocasión, lo cual no quiere decir que se trate de un mal día, sino de muchos días seguidos, pues todo maltratador tiende a la repetición sistemática de sus fechorías mientras la presa aguante. En Andalucía, la Junta dispone desde el año 2011 de un protocolo de actuación para atajar posibles casos de bullying que se vean venir y a la vez para que el tutor, el equipo directivo, orientadores y alumnos afectados trabajen de forma conjunta en frenar estas situaciones; aunque no todo el mundo está conforme con un protocolo que, según los más críticos, ciñe la cuestión al propio centro docente, sin que trascienda a la prensa ni, salvo casos extremos, al ámbito judicial. En cualquier caso, nadie duda de que la clave está en afinar la mirada pública sobre la convivencia escolar y en la formación de estudiantes, familias y docentes. Hay que enderezar el arbolito antes de que se tuerza, porque entonces será demasiado tarde. H