Pablo García Baena, nuestro Pablo, entraba en un salón y lo llenaba. Si un poeta de fuera venía a Córdoba a presentar su último libro, la sala no estaba completa hasta que entraba Pablo. Daba igual que hubiera cuatro, cuarenta o cien personas entre el público: si entraba por la puerta Pablo y se sentaba en la primera fila o en cualquier sitio libre, escuchando con esa atención pura con que sabía escuchar, el poeta sentía que el viaje a Córdoba había merecido la pena, las ausencias, el cansancio y el poema. Esto empezó a suceder cuando regresó de Málaga. Hasta entonces los poetas de Córdoba habíamos andado descabezados, éramos un amasijo de brazos y de piernas, de vientres y de hombros descoyuntados a veces, con las miradas más o menos esquivas sobre el humo de los bares, cuando todavía se podía fumar en ellos. Quedaba lejos el tiempo de las tabernas de Cántico y los nombres de Ricardo Molina, Juan Bernier y Mario López estaban desvaídos por el tiempo, apenas se orillaban en las líneas de una playa dorada bajo un sol invernal. Quedaba en Madrid, muy alejado, Julio Aumente, dedicado a sus antigüedades y a sus negocios de heráldica; y quedaba, sobre todo, Pablo García Baena en Málaga. Pero de pronto apareció por aquí y ya se quedó entre nosotros, y fue como si el cuerpo de los poetas y las poetas de Córdoba hubiera encontrado, de pronto, el corazón y su cabeza. Es una sensación personal y como es lógico hablo solo en mi nombre, pero en mi caso y en el de otros amigos sucedió así. De alguna manera, como ha dicho Matilde Cabello, Pablo nos unía a todos. Eso lo estamos viendo ahora unánimemente tras su muerte, pero también pudimos disfrutarlo en vida. Como cuando llegabas a su casa en Navidad y te sentabas en su mesa camilla, te ofrecía algo de beber --en mi caso, un Machaco-- y te abría su Despensa de Palacio --en mi caso, hojaldre relleno de naranja--, te enseñaba el Belén y entonces ya sabías que había empezado la Navidad. Quienes te encontraras sentados en esa mesa, bajo el retrato augusto de un juvenil Alfonso XII, inmediatamente pasaban a ser amigos tuyos. Dentro y fuera del reino. Porque lo que unía Pablo no lo podía separar ni el hombre ni la vanidad poética.

Pero claro, qué ibas a esperar de un poeta que en la cúspide de su gloria siempre comenzaba sus intervenciones públicas recordando a todos sus amigos de Cántico. Que cuando supo de la posibilidad de que se hiciera una fundación que llevara su nombre, él contestó que la fundación, en todo caso, de hacerse, debía llamarse Fundación Cántico. Que se indignaba cuando alguien trataba de excluir del grupo a Mario López, por el tono y el tema distinto en sus poemas, más rurales y alejados del paganismo devoto de Cántico, de la sensualidad de cuerpos sobre el lecho encendido y boreal del río caliente de Córdoba en verano. Qué vas a esperar de un hombre que ha entendido la amistad como la mejor lealtad a sí mismo, y que te hablaba de su gran amigo, el pontanés Ricardo Molina, con la misma emoción que si lo hubiera visto el día anterior en su casa de la calle Lineros, cuando llevaba casi cincuenta años muerto. Qué vas a esperar de alguien que se lamentaba íntimamente porque el mismo Ricardo, el más escritor de todos, el que más había batallado por la gloria literaria de Cántico y había escrito aquí y allá buscando nuevas alianzas con los poetas del norte y con los castellanos, para ver cómo Cántico caía en el olvido más desolador, no pudiera asistir solo por unos años al redescubrimiento del grupo y la revista por el joven Guillermo Carnero, y a su posterior coronación como movimiento de libertad, lujo y sensualismo verbal que lo hermanaba con el 27. Alguien así, alguien tan especial y puro como Pablo, necesariamente tendía a concitar la amistad en su mesa, una cordialidad que te llevabas puesta bajo el abrigo.

Guillermo Carnero y Luis Antonio de Villena lo redescubrieron desde el olimpo novísimo, mientras Carlos Clementson, el gran estudioso de Ricardo, mantuvo vivo su recuerdo antes de la explosión final, cuando los homenajes cayeron en cascada. Se sentía agradecido por el reconocimiento de su obra poética y trataba de extenderlo, siempre, al resto de sus amigos de Cántico. Pablo García Baena vivía, hoy más que nunca, fuera de su época: en una realidad que nos coloca un tweet en la frente en cuanto despegamos los labios, él era un ser único, brillante, inclasificable. Solo sé una cosa: la conversación continúa. Seguiremos hablando, querido Pablo, hasta que el tiempo acabe.

* Escritor