Menos mal que ha confesado. No es que eso ponga fin a nada, pues queda mucha historia por contar, muchos detalles por esclarecer. Ya debe haber alguien pensando en el libro, en la miniserie de tres capítulos --quizá dé para cinco si se incluye su primera juventud en Santo Domingo-- sobre esta mujer que ha asesinado a un niño. Su vida tiene capítulos de misterio y vivencias lo suficientemente escabrosas como para alimentar el morbo. El de todos. La confesión cierra al menos parte de la especulación y facilita el regreso a un análisis sereno de los terribles acontecimientos. Dejémoslo ahí. Quedémonos con la otra mujer del drama, con esa excepcional criatura --tan frágil en su aspecto físico, tan fuerte en su lucha de tantos días, en sus principios manifestados en el momento de mayor sufrimiento-- que no quiere mezclar la memoria de su hijo, Gabriel, con la maldad que ha puesto inútil fin a su vida. Quedémonos con su halo de ángel, con su sonrisa rota, con su tono de voz contenido, con el generoso apoyo a su exmarido. Quedémonos con el sufrimiento de él, aturdido y sumido en la incomprensión. Quedémonos con la mano que Patricia es capaz de brindar para sostenerle cuando ella misma se derrumba. Ellos quieren ahora llorar en paz, pasar su duelo. ¿Será posible o serán convertidos en espectáculo?