Tras los magníficos embustes de la señora Cifuentes, poseedora de un indiscutible máster en caradura, que la han llevado a una dimisión tardía, queda claro que a su grupo político lo único que le importa es salir a flote del doloso embrollo, aunque, con sus exigencias, se desprestigie la institución universitaria o el sursuncorda. Les da igual. Por eso, al conocerse los detalles irrefutables del enésimo gatuperio conservador y, tal vez, porque con la edad nos volvemos cada día más memorialistas, hemos querido extraer del recuerdo aquella Granada de mediados del siglo pasado en donde la Universidad era faro y fulcro de su devenir.

Entonces, Granada nos parecía un lugar remoto, pues tardábamos más de 6 horas en llegar, a bordo de aquellos destartalados autobuses --las Alsinas-- con la baca llena de baúles, maletas, rollos de colchones y hasta gallinas enjauladas. Seis horas si no se averiaban en el trayecto, que era lo más frecuente. Sí, Granada estaba lejos, pero transitada por los primeros turistas que, después de la guerra civil, la visitaban y, sobre todo, llena, inundada de estudiantes. Enseguida tuvimos la vivencia de la importancia que, fuera de las aulas, tenía la Universidad y de la impronta que dejaba.

En los años que vivimos en Granada hubo dos alcaldes de alta valoración --Ossorio Morales y Sola Rodríguez Bolivar--, profesores de derecho civil, que habían sido precedidos en el cargo por Gallego Burín, catedrático de Historia del Arte, que embovedó el cauce del río Darro al fluir por el centro de la ciudad, contribuyendo con sus realizaciones a que fuera exacto el piropo --Granada la bella-- que, en todo un libro, le dedico Ganivet. Dichos regidores municipales, aunque tenían que desenvolverse en una dictadura cruel y absurda --para comprar El sentimiento trágico de la vida de Unamuno o las obras de Camus había que ir a las trastiendas de determinadas librerías--, tenían un talante universitario que les impedía ser tiralevitas de los gobernadores civiles y jefes provinciales del Movimiento, como sucedía en otros muchos lugares de la España imperial.

La Universidad era decisiva en el vivir urbano. Otro profesor eminente, Jesús Bermúdez, dirigía el museo y el patronato de la Alhambra. También, habían nacido en la Universidad los festivales de música y danza, que pronto adquirieron tanta fama como los de Salzburgo y que se celebraban en el mes de junio, cuando son más activos los ruiseñores del bosque que rodea al recinto nazarí. Festivales que en los jardines del Generalife, en una plataforma decorada con altísimos cipreses, vivieron el estreno del zapateado de Sarasate, interpretado por el bailarín Antonio, y la ingravidez portentosa de Margot Fonteyn en El lago de los cisnes y otros ballets clásicos.

En este tiempo que estamos rememorando Gallego Morell, catedrático de Literatura, se esforzaba en promocionar en todos los foros a su alcance las nieves perpetuas de Sierra Nevada, en un momento donde no había un solo esquiador. Esfuerzos que cristalizaron en la actual estación turística invernal, que ha convertido en realidad las esperanzas de su promotor que la imaginaba tan alpina como es hoy día.

Y qué decir del teatro, que ocupaba en el Corpus dos escenarios singulares: la Plaza de las Pasiegas, con la catedral de Siloé al fondo, y el Palacio de Carlos V. Esas representaciones las dirigía José Tamayo, antiguo director del teatro universitario --el TEU-- que, al frente de la compañía Lope de Vega, había alcanzado renombre internacional con sus puestas en escena que abarcaban, desde Tirso de Molina --Don Gil de las calzas verdes--, hasta Buero Vallejo --Un soñador para un pueblo--, pasando por los enrevesados autos sacramentales de Calderón... La tradición teatral de la Universidad granadina fue continuada, en nuestro tiempo, por el TEU de Martín Recuerda, autor de éxito con obras tan notables como Las arrecogías del beaterío de Santa María Egipciaca y por Víctor Andrés Catena que se atrevió con un Teatro Universitario de Cámara para dar a conocer obras de Saroyan y O’Neill y que, además, hubo de sufrir la suspensión de La Celestina, la víspera de su estreno, por el arzobispo García y García de Castro.

Estas notas dispersas, como dijimos al comienzo, las hemos revivido en exaltación de una Universidad que, pese a las limitaciones impuestas por la dictadura, fue capaz de llenar la ciudad de Granada con sus ideas y realizaciones ejemplares, en una época donde no existían los másteres prodigiosos.

* Escritor