Si algo se le tolera, o incluso se le exige a la Navidad es la tradición. Aunque exista un colectivo nada desdeñable que no soporta estas fiestas, la mayoría se agarra a los códigos secretos de un solsticio simbiotizado desde hace dos milenios a un pesebre. Intentamos preservar la imaginería de los recuerdos intactos, adorando a ese dios bifronte que conforman la ilusión y la infancia, temerosos de que su arcana felicidad se escape del tarro como un gas noble. Por eso, salvo los vestidos de la Pedroche, es la época del año que más pereza nos da innovar. Los Reyes Magos posmodernos que irrumpieron en la Cabalgata de Madrid salieron trasquilados, y la contaminación lumínica se bate estas fechas en retirada ante el clamor del fulgor navideño.

La repetitividad nos da seguridad, un amuleto para cruzar el año nuevo. Y no es este un patrimonio exclusivo de los españoles. No hay Navidad sueca sin un desgastado cortometraje del pato Donald, o la BBC incluyendo en la parrilla televisiva el Real Madrid Eintracht de Frankfurt, el de la Quinta Copa ganada en Glasgow. Tirando de evocaciones, lo propio sería recurrir al tándem Capra-Stewart, para empalagarse con las hazañas de un hombre bueno. Pero para medicarse contra ánimos alicaídos, no viene mal recurrir al título de aquella obra del 46 que ganó el óscar a la mejor película. Los mejores años de nuestra vida es un melodrama donde el cinismo de la victoria aún se encarrila bajo las simplonas y maniqueístas reglas de la corrección. Pero revierto este título, centrado en excombatientes de la II Guerra Mundial, para insuflar cierto aire optimista a la cuestión catalana.

Primero, como en los chistes, la noticia mala. Mediáticamente, los separatistas han vuelto a ganar la batalla y en la prensa internacional pesa más la mayoría independentista que el triunfo de un indudable valor en alza. Arrimadas tiene la lucidez y la frescura para capitanear la renovación del panorama político español. Habrá más voces chirriantes desde Bruselas, con todas las ambivalencias que al respecto viene ofreciendo la capital belga. Y contraponen ladinamente una Monarquía cinquecentista con las bonanzas supremas de su República, como si Felipe VI fuese un Lord Sith. Pero también es verdad que este independentismo supremacista --supremacista porque se otorga la capacidad de mirarte por encima del hombro-- está varado desde hace muchos años en el 48%. Si hay que observar con atención las proclamas de quienes se trasmutan en un pueblo irredento, también deben mirar los observadores internacionales, aparte de sus propias barbas, aquella numerosa parte del electorado catalán que se siente sojuzgado por quienes desde hace década frivolizan con identificar el todo con la parte.

¿Se ha equivocado Rajoy? Desde luego en muchas cosas, pero no tanto en esta convocatoria exprés. La gaviota del PP se ha convertido en este caso en pelícano, abriéndose el corazón --tal vez no por grandeza de miras sino por tacticismo partidista-- y sacrificando su partido al interés general. El viento de cola arropa a los vencedores y Ciudadanos está bendecido para orear viejos hábitos políticos. Claro que vienen tiempos difíciles. Alguna vez pasará por su particular confesionario esa feligresía que ha abonado desprecios mientras el Estado intentaba contener el otro secesionismo, abanderado por el terrorismo etarra. Pero terminarán enmarañándose en su perverso trilerismo, pues unos comicios no se hacen limpios a demanda de los propios intereses. Hay heridas, pero sin falsos ilusionismos siempre tendremos derecho a aspirar a que los siguientes sean los mejores años de nuestra vida.

* Abogado