La música está por encima de todas las ciencias: mientras la ciencia cuenta, eso sí, con el mérito de poder ofrecer modelos que explican el mundo y predicen su comportamiento, la música tiene el incontestable poder de ordenarlo y hacerlo bailar a su antojo. La música tiene potencia creadora.

Ayer decidí abandonarme a la música un rato; así de desordenado me encuentro últimamente. Confío más en el poder de la música que en el de los psiquiatras, psicólogos o consejeros espirituales. Prefiero el orden abstracto de una terapia musical antes que una retahíla de recomendaciones o mandamientos. Así que me fui con Moisés a uno de los conciertos de la Semana de Música del Góngora, el instituto. Llegué corriendo, justo a las nueve menos cuarto, sin resuello, con todo mi estrés intacto mordiéndome como una fiera el cuello y los hombros. Juanlu se sorprendió al vernos llegar, porque habitualmente somos más de gin&tonic. Allí estaban ya listos para hacer su entrada en la Capilla de la Asunción los músicos, diez amantes del gregoriano, todos ya probablemente superada la mitad de su vida, pero con el espíritu de los niños del coro casi intacto. Envidia me dan. Ay, si supiera cantar, al menos lo suficiente como para poder poner un poco de orden y concierto en mi vida.

No conocía la Capella Cordubensis nada más que por el nombre; jamás tuve la oportunidad de escucharlos. Esto me pasa a menudo: necesito estar en situación límite para invertir el tiempo en el puro placer. Parezco un ateo calvinista en lugar de un ateo católico. Por el programa de mano he aprendido que la Capella Cordubensis inició su vida musical allá por el año 2001 bajo la dirección de Manuel Nieto Cumplido, como segundo relevo de la Schola Gregoriana Cordubensis, a la que pertenecieron muchos de sus miembros. Bajo la dirección musical de José Antonio Ocaña, nos ofrecieron de un tirón unas dieciocho piezas musicales, y solo nos permitieron aplaudir al final, tras casi una hora de concierto. Buena decisión, porque una ristra de dieciocho aplausos es por sí misma casi otro concierto, que habría roto la cautivadora melodía monofónica del canto gregoriano.

Moisés me apuntó con sorna, porque sabe de mi gusto por las contradicciones y las situaciones límite, el título de una de las piezas, una antiphona que interpretaron ya casi al final del concierto. Se trata de una obra medieval de autor anónimo, al que una leyenda medieval sitúa al borde de un abismo, invadido por el miedo de precipitarse al vacío: Media vita in morte sumus. La obra, en el siglo XIII, formaba parte de un oficio de difuntos que se cantaba por Alemania y que fue asimilado por la Iglesia Católica. Posteriormente fue incorporado al oficio divino de la Cuaresma. En una traducción libre, Media vita in morte sumus sería algo así como que «cuando aún estamos en la plenitud de nuestra vida, ya estamos tocados por la muerte». Esta reflexión pone de manifiesto un sentimiento universal, atemporal: la madurez no nos hace en realidad más fuertes, sino todo lo contrario: la contemplación de la muerte, ya tan próxima, nos coloca en una posición angustiosa y desesperante que nos hace implorar la ayuda, la protección y la salvación de un Dios.

El Media vita in morte sumus aún resuena en mi memoria, ordenando mis ideas, mis sentimientos más profundos y mis proyectos más inmediatos. Más allá del bien y del mal de mi ciencia. Pero como yo suelo hacer casi siempre una lectura positiva e interesada del mundo, no siento ese horror al vacío ante la contemplación de la muerte. La parca despierta en mí, a lo sumo, una sonrisa de complicidad, quizás una carcajada de sonora perplejidad. Yo le daría la vuelta a ese primer verso del himno: media mors in vita sumus. Cuando estamos medio muertos, de repente descubrimos la luz de la vida. A partir de los cincuenta tenemos la obligación de mostrarnos optimistas.

* Profesor de la UCO