Sucedía en Priego por cualquier Navidad: de las tejas, sobre las casas de la calle Ramírez, colgaban los carámbanos, que te hacían estremecer nada más verlos. Siempre pasaban cosas: entonces fue lo de la burra del lechero, que la dejaban atada y atravesada y el pobre animal se asustó sin saber que era yo y que otros días la había estado acariciando a la salida de la escuela, una casa más arriba. Los platillos para los villancicos sonaban al compás de mi carrera y lanzó su coz sobre mi estómago. Anduve como pude el corto trecho hasta mi casa y me acurruqué en uno de los dos sillones del despacho de mi padre sin decir nada a nadie. Pronto pasó el dolor y, también pronto, volví a salir para jugar con los Ballesteros, que tenían una calavera de verdad en el canasto de la terraza y un tío cojo que viajaba con libros y con una historia no muy bien vista por la gente, en los cincuenta del siglo pasado. También en la calle Ramírez vivió Pedro, el seminarista; Rosi, frente a mi casa, que murió joven, niña, por un accidente terrible, y que se apagó, como algo, tan delicado, que no logro encontrar. Mi casa compartía tabiques con la sastrería de Los Paliquitos, que tenían un caballo de cartón y como de verdad en el terrao. Pepito, hijo de don Gerardo, el médico, vivía por allí. Algo mayor que yo, puso en mis manos un pesado revolver de su padre, como los de las películas del Oeste: una interesante barbaridad.

El gran acontecimiento de todos los años, al menos para los hijos del alcalde, mi padre, don Manuel, era el último día o la última noche: el santo de la máxima autoridad. Los electricistas colgaban la bombilla más grande en el centro de la calle, a la misma puerta de nuestra casa, que convertía en día aquella larga noche de anís, mantecados y los pasodobles de la banda municipal del señor Prados.

Gran fiesta para los vecinos y algunos de otras calles y la más grande para nosotros, los seis hermanos, aunque nos mandaran a la cama con las doce en el reloj del portal: no eran horas.

No recuerdo si fue antes o después del gran día ni tampoco el año, pues fueron once los que mi padre estuvo de alcalde. El hecho es que aconteció una Navidad y con motivo de su onomástica. Aquella mañana, tan fría como todas, aunque con las ventanas llenas de sol, sonó el timbre y abrí yo. Eran dos hombres fuertes y remangados, con capuchas de saco y cántaras de aceite sobre sus hombros. «Esto para don Manuel». Mi madre acudió y abrió de par en par. Fueron muchas las cántaras que dejaron en el pasillo. Aceite del bueno para más de un año. «¡Vaya regalo!». Se alegraba mi madre. Yo colegía que, pese a tener en el patio decenas de animales y, en la cocina, las mesas llenas de tartas, el regalo del aceite era especial.

Cuando mi padre llegó, debió comprender la expresión que mi madre no sabía contener. «¿Qué es esto?», preguntó, grave, al ver las cántaras alineadas a un lado del pasillo. «Don Fulano, que te las manda». Y mi padre no lo pensó un segundo: «Pues, ahora mismo, coges el teléfono y llamas a su despacho para que se lo lleven». «¿Qué les digo?», preguntó ella, momentáneamente contrariada. «Dices que no es aquí, que se han equivocado de casa».

Esto sucedía en los años cincuenta: también había gente digna y honrada. Sin duda, igual que ahora.

No estamos perdidos...

* Profesor