Ahora que mayo nos inunda con sus fragancias, florecen en mi recuerdo imágenes de aquellos años en que parecía que los jóvenes íbamos a cambiar el mundo. Diez lustros después, constato que algún fruto de aquello sí que dio resultado: el mayo francés, que vino a consagrarse en 1968 como auténtico símbolo mundial de la revuelta de los estudiantes. Sin embargo, y aunque pueda parecer extraño por su nombre, el movimiento no tuvo su origen en la Francia del general de Gaulle, sino en los EEUU: en la lucha por los derechos civiles y, cómo no, en la que se materializó contra la guerra de Vietnam. Lo que sí acaeció en París fue que allí prendió la mecha como en ningún otro lugar, lo que no debe hacernos olvidar el antecedente americano, ni tampoco lo sucedido en China, cuya revuelta estudiantil estuvo dirigida contra aquellos señores que progresaban sobre las espaldas del pueblo. Solo en 1968 el movimiento llega a Europa, donde cobró relevancia como revuelta generacional contra todo lo establecido por nuestros padres, en una dinámica que, partiendo de Holanda y de la República Federal Alemana, pronto contagiaría a Italia, en cuyos centros universitarios la protesta estudiantil derivó en la formulación de las tesis más revolucionarias contra el capitalismo tardío. En Francia no fue sino hasta el 22 de marzo cuando se formó, bajo la dirección de Daniel Cohn Bendit, un movimiento de protesta por la represión llevada a cabo en una manifestación de estudiantes de liceo.

Tras los incidentes en Nanterre, campus universitario emblemático en los alrededores de la capital del Sena, el ambiente se caldeó, produciéndose algunos desencuentros no solo con las autoridades políticas y académicas del momento, sino también con las fuerzas sindicales e incluso con el propio Partido Comunista francés, quienes por aquellos años despreciaban a los grupúsculos de estudiantes de izquierdas. Lo que después aconteció: huelgas, encierros, manifestaciones, cierres de recintos académicos o hasta la casi disolución del gobierno de la nación, ya está bajo la jurisdicción de Clío, por lo que no insistiré en ello. Diré tan solo que para el verano todo parecía haber muerto, si bien es verdad que los dos meses anteriores fueron aquellos de la «imaginación al poder» que quedaron en la memoria colectiva de una generación como la mía.

Cada vez que recuerdo aquellos hechos, me traslado a una de las épocas más fecundas de mi compromiso con los demás, cuyos restos aún perduran. Retengo retazos de aquel espíritu revolucionario que me ligó a causas justas y, de un modo especial, a aquellas que más tuvieron que ver con nuestro imaginario colectivo. No estuve en París, por hallarme peleando por abrazar a Marx en unos estudios que me dejarían anclado en la hispalense y profesando más tarde en la naciente UCO. Sin embargo, durante aquel simbólico año sí participé en algún encierro glorioso; recuerdo, por ejemplo, el que tuvo lugar en la Facultad de Derecho, en compañía de otros compañeros y, entre ellos, la de mi viejo amigo desde la infancia Miguel A. Rotger, hoy igual de comprometido que entonces y prestigioso abogado en Málaga, y por aquellos días inquieto estudiante de leyes. Para nosotros, Jacques Sauvageot, Geismar o Cohn Bendit eran ya todo un símbolo. Aquel año fue crucial para mí, y no solo por lo acontecido en París, sino porque cuando ya todo parecía languidecer tras la muerte del senador Robert Kennedy (dos meses más tarde que la de Luther King) se abrió un pórtico de impresiones en mi vida que no se cerró hasta meses después. De forma especial, me impactó la entrada en Checoslovaquia, por orden de Moscú, en la madrugada del 20 al 21 de agosto, de las tropas de cinco países del Pacto de Varsovia para cegar la vía al socialismo tímidamente abierta por Alexandre Dubcek. Aquello me hizo reflexionar sobre mi compromiso político, y propició un giro en mi vida. El eco de lo acontecido en el país galo me produjo sana envidia, y recuerdo que durante aquel estío escribí más que nunca, especialmente sobre la guerra de Vietnam.

Aquel verano del 68 supuso que, en Praga, ya no hubiera primavera, ni socialismo de rostro amable, sino el viejo socialismo «real» y su triunfante represión. Después, en octubre, se producirían los acontecimientos de México, si bien poco antes percibí un rayo de esperanza en el compromiso de algunos obispos que poco o nada tenían que ver con los nuestros, y que en Latinoamérica se cansaron de ver a los pobres con los ojos de los ricos. Con su teología liberadora, dieron voz a cuantos estaban excluidos del mercado. Algo se movía allí en contra del criterio de Roma y de los regímenes más conservadores. Todos aquellos acontecimientos quedaron marcados a fuego en mi vida, como en la de otros muchos de mi generación, quienes a buen seguro nos comprometimos de la mejor forma que pudimos o supimos por el cambio en nuestra sociedad.

* Catedrático