Hay realidades lindantes que suelen practicar el juego de los duelistas: de espaldas y solo mirarse de frente para apuntarse. Para evitar este último trance, mejor la ignorancia, o el desconocimiento, que luego deja colmar los vacíos con un repertorio de tópicos. Un claro ejemplo de esta estética bifronte es la relación que durante tantos siglos han mantenido España y Portugal, pautada por la empatía, pero también por el recelo y la desconfianza, lo cual ha conducido más a la neutralización que a la ósmosis.

Este desapego no solo puede tener una dimensión espacial, sino también temporal. Mayo es el mes rutilante de los cordobeses, y su vis atractiva ha acogotado en el foráneo loables intentos de diversificación. Se han creado otras estrellas menores, como la flamenca Noche Blanca, así como las estaciones dulces, que se franquean con la Poesía. Pero nos hemos dejado atrapar por el estereotipo de la canícula, y Córdoba, por mor del rigor extremo, se encierra más en sí misma en el estío. Craso error de los cordobeses que, ante una gran alternativa veraniega, practiquen la variante portuguesa.

Esta es una ciudad pequeña que, no obstante, admite muchas capas, muchas de las cuales ni siquiera son tangenciales al Festival de la Guitarra. Y eso pese a su carácter ecuménico, que intenta contentar amagos propiamente festivaleros, improntas jazzísticas, cajas de resonancia y rasgueos, así como el virtuosismo de la guitarra clásica en maestros como David Russell o Manuel Barrueco. No es suficiente. El Góngora es un gueto de melómanos, y la Axerquía nunca va a tener vocación de agotar sus entradas a los cinco minutos de su puesta a la venta. Pero el Festival de la Guitarra no es elitista, a pesar de que un diablo parece empujarlo al lado endogámico de las cosas. La lógica podría ser aplastante: si aquí hay aficionados que con cierta cadencia practican las peregrinaciones al Bernabeu, ninguneando la asistencia al Arcángel --parcialmente fundamentada en este gatillazo de temporada--, aquí hay muchos sucedáneos de fibers o, en menor medida, divinos que ansía presenciar el fresquito walkirio de Bayreuth o las tramoyas modernísimas del Festival de Ginebra, haciendo todos ellos causa común para mirar por encima del hombro aquella magnífica lucidez de Paco Peña.

Se dice que la popularidad tiene el marchamo tornadizo de la masa, mientras que el prestigio se labra con el honesto tesón de unos pocos. Adivinen cuál de las dos opciones entiba las 37 ediciones de este esplendor de las 6 cuerdas. No busquen en el patio de butacas a muchos cargos públicos, más propensos a rendirse a los acordes del Vito Vito que a escuchar los Valses Poéticos de Enrique Granados, dejando la indulgente duda si por tacticismo político o por gustos musicales. El Festival de la Guitarra se inició cuando el Rockola aún no se había oficializado como el santuario de la Movida. La música de los ochenta sigue viva en el escapulario de la nostalgia, pero este certamen de guitarristas es una realidad que puede saborearse cada primeros de julio. Un desdén acaso no exento de papanatismo. No estamos dispuestos a seguir a Nietzsche para matar al padre. Pero acaso habría que plantearse la conveniencia de matar al Vito.

* Abogado