Mucho se está hablando en el 35 aniversario de la Constitución de la necesidad de su reforma. Parece haber una cierta unanimidad en cuanto al agotamiento de un texto que, después de más de tres décadas en vigor, no puede dar más de sí. Sin embargo, desde mi punto de vista el objetivo debería ser mucho más ambicioso. Porque no se trataría de una simple operación de cosmética, o de ciertos ajustes de puesta al día, sino que lo necesario sería abrir un proceso constituyente en el que definiéramos un pacto de convivencia con arreglo al lenguaje y los retos que plantea el siglo XXI. Es decir, se trataría de superar un texto, del que por supuesto hay que alabar todo lo bueno que nos ha procurado, y alumbrar un contrato en el que se redefinan las bases para el ejercicio del poder y las garantías de nuestros derechos.

Este ambicioso reto implicaría a su vez otros dos previos. El primero tiene que ver con la superación de la visión acrítica de una transición que tuvo, como diría mi compañero Alejandro Ruiz-Huerta, muchos "ángulos ciegos" y que debe ser revisada con la distancia objetiva que dan los años. El segundo nos llevaría a completar precisamente una serie de transiciones por las que el proceso de 1978 pasó de puntillas, tal vez por la urgencia del consenso y la cobardía de una sociedad acostumbrada a obedecer. Esas transiciones implicarían la superación definitiva de un modelo social marcado por el autoritarismo y las servidumbres, nunca vapuleado por los bríos de una revolución ilustrada, así como de los vicios e hipotecas de unas estructuras patriarcales y confesionales. De ese cúmulo de factores que conforman el subsuelo del sistema derivan buena parte de los problemas, imperfecciones y heridas que continúan sangrando. Algunas con renovados ímpetus en estos momentos de crisis y de posiciones reaccionarias. Basten como ejemplo las actitudes crecientes que confirman que nuestra sociedad continúa siendo machista, así como las que se empeñan en identificar con los dogmas de una religión los criterios éticos que deben regir, desde el laicismo, la convivencia de los diferentes.

Ese nuevo pacto debería tener presente que los tres grandes retos actuales del Estado pasan por tres equilibrios que miran al futuro: el interterritorial, el intergeneracioal y, de manera prioritaria y transversal, el aún por construir definitivamente entre mujeres y hombres. Desde el convencimiento de que la clave de esta revisión debería situarse más en el Título I que en el VIII y desde la militancia en la conexión íntima entre igualdad socio-económica y calidad democrática. Lo cual, en fin, debería incidir a su vez en el corazón mismo del devaluado modelo representativo, así como en algunas de las opciones básicas del 78 que hoy deberíamos cuestionar, tales como la Jefatura del Estado o la omnipresencia de los partidos.

Este osado proyecto requeriría, de entrada, de una ciudadanía que dé el paso desde la indignación al compromiso activo. Que no solo tome las calles sino también las tribunas. Que se "empodere" definitivamente frente a los poderes políticos y económicos. A su vez, el horizonte ansiado sería mera utopía sin el concurso de un liderazgo político del que hoy por hoy, me temo, carecemos en nuestro país. Baste con contemplar el estado ruinoso de los partidos y de los sindicatos a los que la Constitución otorgó un protagonismo esencial. De ahí que el punto de partida de todo lo anterior debería ser la refundación de unas estructuras caducas y la reinvención de unos mecanismos de participación política en los que podamos reconocernos y confiar. Esa sería la verdad y radical revolución que nos llevaría a la sociedad democrática avanzada que en el 78 apenas se intuyó. Esa sería parte de la revolución ilustrada que este país necesita desde hace siglos y que, ilusos, pensamos que resolveríamos con una Constitución hecha sobre las renuncias y los silencios.

* Profesor titular de Derecho

Constitucional de la UCO