Hace justamente diez años saltaron las primeras alarmas y descubrimos un concepto que hasta entonces estaba reservado a los especialistas: las hipotecas subprime a las que luego llamamos hipotecas basura. Créditos de difícil cobro concedidos a ciudadanos norteamericanos pobres que se habían empaqueatdo --ocultado-- y vendido a inversores de todo el mundo y que dejaron de pagarse. Una primera intervención de los bancos centrales impidió que se extendiera el pánico durante un año. Pero, finalmente, en septiembre del 2008 quebró una de la insígnias de Wall Strert: Lehman Brothers. Y las piezas del dominó empezaron a caer una tras otra llevándose por delante bancos, cajas de ahorro, el sector de la construcción de medio planeta y, en última instancia, países asfixiados por una deuda que no podían pagar.

El diccionario de esta crisis empieza en las subprime y acaba en las cláusulas suelo y ha destruído a muchas familias, a muchas empresas y muchas actividades. Diez años después han pasado cosas que parecían imposibles: bajadas de salarios, hundimiento del precio de los pisos, insolvencia de entidades bancarias, intervenciones de países de la zona euro. Solo uno de los efectos de la crisis, el de los desahucios, es escalofriante, con cerca de 800.000 desalojos a lo largo de estos diez años, con el punto más duro en 2012 y 2013, tras la aprobación de la reforma laboral, años en los que hubo casi 150.000 desahucios, es decir, miles y miles de familias que perdieron los ahorros depositados en las hipotecas que no podían pagar y hasta el techo, y que a pesar de ello seguían endeudadas. Han pasado cosas muy duras en España, y las medidas excepcionales han servido para parar la hemorragia pero no para recuperar los niveles de bienestar y de protección anteriores a aquel estallido.

Una crisis que dura diez años es algo más que un ciclo económico negativo: conocemos mayores de 50 años que llevan diez años sin trabajar, que se han quedado sin ingresos, que ya no reciben prestaciones, que no saben que pensión llegarán a cobrar, se han empobrecido. Y también conocemos menores de 40 años que siguen contratados en precario, temporales, con sueldos muy poco acordes con su formación que no les permiten tener una vivienda digna ni costear la crianza de sus hijos o simplemente tenerlos. La sociedad es más vulnerable. Para unos y para otros, esta crisis no es un paréntesis sino su forma de vida, habitual, cotidiana. Su esperanza no reside en que el ciclo mejore sino en que cambie el sistema. Este cambio de paradigma se intuye en el emergente mundo digital en el que ciertamente aparecen nuevas oportunidades pero también nuevas incógnitas, especialmente en lo que se refiere a la protección de los derechos que hasta hace diez años caracterizaban, también, el progreso económico.