La utilización de smartphones por parte de menores es cada vez más extendida, y, además, desciende el límite de edad en la que niños y niñas tienen su primer teléfono inteligente. Los psicólogos confieren al smartphone el valor emocional de un ritual de paso hacia la adolescencia: disponer de él significa empezar a ser mayor e integrarse en un grupo, en una comunidad, en una experiencia autónoma y, en cierta forma, independiente. Pero nos enfrentamos a una problemática amplia y diversa. El móvil acaba siendo parte de la personalidad del menor, que corre el peligro de exponerse, de sufrir inseguridad, de convertirse en un autista social, y que vive con una sensación de inmediatez y parcelación que acaba afectando a su desarrollo y a su educación, más allá de amenazas evidentes relacionadas con el acceso a internet y con el contacto con un mundo del que desconocen las aristas. Las recomendaciones policiales hacia los padres ofrecen una solución. Entregar un móvil a un preadolescente exige una «profunda reflexión» que requiere de un acompañamiento responsable que vigile para evitar que los nativos digitales (con las ventajas que ello conlleva) se conviertan en «huérfanos digitales», sin el amparo de una mirada adulta.