Lo dice un experto cocinero y seguramente coachinador nutricionista de vanguardia: «Todos los que queramos». Así, en plena siesta, en uno de esos bonitos telemagazines. La cuestión es: todos los interrogatorios del tipo «¿consume usted muchos huevos a la semana?», todas las recomendaciones devotamente heredadas, cabe esperar que verificadas en estudios contrastados, aquella emblemática sentencia del internista «¡no más de veinte al día!», todo eso y más, explíquenme, ¿con qué autoridad? Porque, no me dirán ustedes que el doctor, armado con su escopeta diagnóstica, apuntaba a los huevos porque sí, a falta de otro culpable. Hombreee, eso estaría francamente feo. A lo que voy, forzando paralelismos. Pensemos en abogados, funcionarios, científicos, escritores y agentes de la ley, tan seguros de sí mismos ahí, detrás de una mesa o ventanilla o volante. Con suerte, habrán tenido la decencia de fustigarse las neuronas con libros de autoayuda, relajación, conocimiento personal, cosas al estilo Carnegie... No tienen ni puta idea y lo saben. Y cuanto más Adolfo Domínguez, Audi, gimnasio, judo, yoga mal entendido, cuanto más elemento supervisor, controlador, represor, militar, cuanto más manual y precepto, menos visión de la realidad. Porque, efectivamente, uno puede comer los huevos que quiera o pueda sin que ningún coachinador nutricionista postulador lo venda como descubrimiento. Uno puede y debe atragantarse de porros ignorando al evaluador del Estado, al internista que hace años recomendaba no más de tres huevos al mes, a la cuñada lista, al médico de familia consejero televisivo con su «beba dos litros de agua al día aunque le pesen los huevos, que tragó hace un rato, ahora que ya puede consumir todos los que quiera». Uno debería poder mezclar huevos con litros y litros de agua y vodka y porros con total libertad, en cualquier época y distrito, sin monserga ni ley mediante.

* Escritor