De las noticias que ha sudado este agosto que ahora declina me quedo --ya desahuciado Pujol, llorado Peret y aún no analizada la demasiada sangre vertida en lejanos países que nos quedan muy cerca-- con las 50 velitas que hace cuatro días soplamos por el nacimiento fílmico de Mary Poppins, nacida del lápiz de Helen Lyndon Travers. De la dirección se ocupó Robert Stevenson, y los hermanos Sherman dibujaron en el pentagrama el azúcar en la píldora, el "chinchímini" y el "supercalifragilísticoespialidoso", eslogan que debieron tener muy en cuenta los sesentayochistas parisinos a la hora de grafitear en los muros nuestro futuro. El protoideólogo era un tal Walt Disney, coctelero de sueños americanos y puta realidad.

En aquellos años de infancia tibia y guerra fría, todo se dividía en dos: Coca/Pepsi, Beatles/Rollings, Mary Poppins/Sonrisas y lágrimas. El denominador común de las dos últimas era Julie Andrews, ángel carnal de quien me enamoré perdidamente cuando bailó una danza austríaca con el capitán Von Trapp poco antes de que el Tercer Reich invadiese la tierra de los valses. Hitchcock lo echó todo a perder cuando decidió en Cortina rasgada encamar a mi ángel, casi desnudo, con Paul Newman: la primera y dolorosa lección de que algunas mujeres son plumas al viento. ¿Qué tenía Paul que no tuviese yo? Sigo vivo y él no: ¡jódete, Paul!

Mary Poppins fue un británico Jesucristo femenino que enseñó a Jane y Michael, hijos del banquero Banks y de su esposa, de profesión sufragista pero ocupada madre, que el reino de los niños no es de este mundo, que debajo de los adoquines en los que Dyck Van Dyke pintó sus paisajes habitaba el ingrávido y risueño Tío Alberto, que los caballitos del tiovivo podían participar en una cacería de zorros y que Pina Bausch podía presidir una coreografía de deshollinadores por los nocturnos tejados de un Londres eduardiano o victoriano, yo qué sé, pero perfecto.

No todo es floja fantasía en Mary Poppins, y, de idéntica manera que Sonrisas y lágrimas se moja ante el nazismo, nuestra intrépida y ya cincuentona institutriz deviene, por arte de magia y tiempo, una Ada Colau avant la lettre que anima a los hijos del banquero a retirar de sus cuentas corrientes unos pocos peniques para dar de comer a las palomas de la señora de la nieve y las palomas.

Al enterarse el pequeño Londres del infantil corralito, todos retiran sus ahorros, la banca se arruina y despide a su padre, que encuentra consuelo descubriendo que su mejor inversión son sus hijos y el tiempo de elevar cometas con ellos.

Todo tiene su final, y Mary Poppins, ya cumplida su labor, anuncia a los Banks que otros niños le esperan. Los niños somos nosotros: vente, Mary, con tu bolso lleno de píldoras y paraguas a combatir nuestra adulta y cruel realidad.

* Periodista