La inmediatez nos pasa por encima con su turbio rodillo, esa apisonadora de la realidad. Atrás quedan historias que valen varias vidas y también nos provocan felicidad y dolor. Hace casi dos semanas murió en Madrid, a los 86 años, Basilio Martín Patino. Hay una edad para cada pasión: en el descubrimiento del cine, junto al conocimiento de uno mismo en el entorno próximo y distante, las películas de Martín Patino significaron, para mí, un salvoconducto hacia la identidad. No empecé por el orden cronológico -esa joya del retrato social, intimista y moral de una época española que representa Nueve cartas a Berta--, sino por un experimento fragmentario, orquestado en torno a la interpretación espejeada y compleja de Adolfo Marsillach, titulado La seducción del caos. Entonces pensé: entre Jess o Jesús Franco, y Basilio Martín Patino, suman el Orson Welles español. Quizá hay un momento en que uno necesita ponerle a todo su nombre correspondiente, antes de descubrir que el mundo es mucho más rico y ancho que las etiquetas. Sí, algo había de Orson Welles en Martín Patino, en esa capacidad para dotar de tensión narrativa al reportaje, de documentación a la ficción, con un contrapicado emocional entre sus personajes y la visión extraña de la vida. Libertad creativa, altura estética. Canciones para después de una guerra, una especie de gran videoclip de la copla, sacándola de sus estigmas franquistas, con imágenes de la primera posguerra más terrible, la de las colas para las cartillas de racionamiento, es una maravilla. Como toda su obra: Queridísimos verdugos, Octavia, Madrid -con el fondo sonoro de las manifestaciones por el ingreso en la OTAN- y la última, Libre, te quiero, con el 15-M. Un artista. «Querer es tratar de comprender sinceramente, y comprender implica también la libertad de poder disentir. Cada uno debe poder seguir su propio camino», dijo. Martín Patino demuestra que en el cine, como en la novela, la vida multiplica los lenguajes.

*Escritor