Este agotamiento colosal es una edad política. Hemos asistido a este mareo con apariencia de representación y hemos acabado abandonando el patio de butacas tras patear el piso con una gran pitada silenciosa. Aquí no se puede vaticinar nada, pero la temperatura emocional de las conversaciones te hace pensar que el 26-J gran parte de la gente que votó, o incluso se esforzó en votar, viniendo desde lejos, en las pasadas elecciones, ahora va a quedarse en el salón y ni siquiera siguiendo el resultado por televisión, sino escogiendo una película que nos haga pensar en otros mundos, algo así como una buena adaptación de cualquier obra de Tennessee Williams o cualquier cosa que le haga a usted feliz. De esta legislatura ridícula solo han salido victoriosos dos candidatos que quizá están más cercanos de lo que nos parecía hace unos meses: Mariano Rajoy y Pablo Iglesias. El primero ya sabemos a qué juega: a nada; es decir: a todo, a desgastar no solo a los rivales, sino al público, a agotarnos de mantecosa indolencia, de mohoso pasotismo, con un discurso líquido que lo mismo dice una cosa y la contraria, para acabar en nada, mientras la gente se ha ido ya a su casa y él sigue en el centro de la lona, a lo suyo, que es perpetuarse dentro de la cáscara vacía del pensamiento. Pablo Iglesias, el dinamitero de los golpes bajos, ha vuelto a demostrar que su objetivo no es la unión de la izquierda, sino la desaparición táctica del PSOE, mientras una parte de la gente que habitó el 15M admite que Podemos no les representa. Quién recordará ahora estos cuatro años, y su oscuridad sin derecho.

* Escritor