Mensaje leído en Facebook: «Oiga, X. (empresa de telefonía), ¿por qué pueden ustedes llamarme cuando quieran y yo no puedo hablar con ustedes?». Lo soltaba una usuaria mosqueada durante una avería en el centro de Córdoba que tardó varios días en solucionarse, quedando los usuarios sin teléfono, televisión e Internet. O sea, aislados. La queja no se refería solo a la incidencia, sino a que era imposible recibir una explicación personal. Las opciones eran dirigirse a la compañía a través de Internet o hablar a una máquina vocalizando mucho para que respondiera algo así como «estamos en ello». Ningún ser humano explicó lo que estaba pasando, ni pidió disculpas ni ofreció soluciones.

Las empresas no quieren que las llames, no quieren que las molestes, no quieren atenderte y perder su precioso tiempo. No quieren, en suma, contratar a más personal, como pasa en las gasolineras autoservicio, que obligan a trabajar a sus clientes. En muchas páginas web no hay teléfonos a los que dirigirse, solo formularios de contacto con definiciones estandarizadas que no siempre se ajustan a lo que necesita el interlocutor. Especialmente si es una queja. Las redes sociales ayudan al expresar problemas o reclamaciones, pero el resumen es que los seres humanos tenemos que dirigirnos a máquinas, o a community managers, aunque luego, cuando estemos en nuestra casa almorzando o viendo el telediario tengamos que sufrir las continuas llamadas de los que quieren vendernos un nuevo contrato telefónico, o un seguro. Ellos te graban, pero para no estar obligados a entregar la grabación en caso de conflicto, te dicen «esta conversación puede grabarse», lo que quiere decir que la utilizarán si les conviene y en caso contrario dirán que no existe. Ante todo, juego limpio.

Con los bancos sucede algo parecido: quieren que recibas la correspondencia por correo electrónico, que operes en tus cuentas por Internet, que solo te puedas acercar a la ventanilla para cifras elevadas, que si pides un préstamo hagas la simulación o lo solicites directamente en su web... Lo mismo: seguir reduciendo las plantillas y que los usuarios hagan el trabajo de las personas que antes les atendían. Es cómodo y ya se hace imprescindible: hacer una transferencia desde casa o desde el móvil, conocer tus estados en cualquier momento, contratar lo que necesites. Un avance estupendo, pero las propias entidades sufren los inconvenientes, porque, como muchos clientes ya no van por la sucursal, no hay quien les venda el seguro del hogar, el depósito a plazo, el fondo de inversión o el de pensiones. Más allá de la estadística de cómo mueven el dinero (que sí proporciona mucha información) no saben nada de sus clientes, no pueden mirarlos a los ojos ni conversar sobre los planes de estudio de sus hijos, ni sobre el viaje o la compra que planifican, ni sobre sus dudas para invertir sus ahorros. Entonces inventan excusas para que vayan a la oficina y así charlar un rato, hacer más preguntas de la cuenta (esas que con un trato cotidiano no serían necesarias) y ofrecer sus productos. Al final, también la banca admite con su estrategia que no todo lo resuelven las máquinas, aunque estas sean el presente y el obligado futuro.

Hace un mes se cumplía el 25 aniversario de la muerte de Isaac Asimov, el científico, escritor y genio que inventó el término «robótica» y dibujó un mundo en el que los robots se diseñaban con una acendrada sensibilidad al servicio del ser humano. La conmemoración volvió a sacar a la palestra los actuales avances de las máquinas, y también los miedos de la gente frente a la inteligencia artificial, cada vez más próxima al cerebro humano. Mientras llegan estas inquietantes maravillas, lo que tenemos es el Internet de las cosas, las App y los mil vericuetos de las redes para sacarnos información y acosarnos con sus ofertas. De momento, las máquinas no son perfectas ni sustituyen el efecto de una sonrisa. Y el apretón de manos entre seres vivos de carne y hueso sigue teniendo su importancia. Menos mal.