Alzaprimadamente castellano, Azaña (1880-1940) experimentó una fuerte atracción por Cataluña, sus gentes, cultura e historia. El decenio más importante y decisivo en todos los planos de su biografía, el de los años 30 del siglo pasado, estuvo todo él marcado por la presencia y la preocupación catalanas en el itinerario vital y político de la gran figura alcalaína; y durante la guerra civil su desconsolada existencia transcurrió por entero en tierras de la antigua Corona de Aragón, en particular, en la ciudad condal, en cuyo hermoso puerto había estado prisionero en un barco de guerra a consecuencia de su pretendida participación en «la rebelión de Barcelona...» de octubre de 1934. De otra parte, según acaba de aludirse, el conocimiento de las letras e historia catalanas no guardó tampoco secretos para su inquieto espíritu, que halló en la realidad del Principado un permanente venero de reflexión e inspiración para su actividad pública e intelectual.

De modo comprensible, en la mayor parte de la contienda civil dicha vibración se mutó en obsesión. Nombres y sucesos catalanes colman las páginas de esa obra maestra total que son sus Diarios y no se constatan asimismo durante dicha época meditación o juicio alguno salido de su ática pluma o de su menor elocuente palabra que no descubran transidos de interés y, a las veces, de angustia por el acontecer catalán.

Hecha abstracción de sus numerosas boutades -no exclusivas ni mucho menos, conforme recordarán sus lectores, de la indicada temática memorialística-, la empatía y hasta el entrañamiento por la tremente sensibilidad azañista del vivir catalán fueron un rasgo configurador de su personalidad, peraltada en el último tramo de su andadura. Por lo demás y a mayor abundamiento, su postrera visión de España fue la del incomparable paisaje ampurdanés, quintaesencia del catalán, según la opinión infalible en la materia de Josep Pla, quizás el último genio de la literatura de las Españas, por él tan bien descritas y analizadas.

Muchos son los textos azañistas, se repetirá, que tienen por sujeto la temática catalana. En el plano político, el articulista no vacilaría en escoger como su muestra más descollante el discurso en defensa del proyectado Estatuto de Autonomía, elaborado por la primera legislatura de las Cortes de la Segunda República. Ya revelado como el gran orador de un Parlamento rebosante de ellos, el 27 de mayo de 1932, su confianza en que la empatía sería total entre el nuevo régimen y una Cataluña, en posesión de unas instituciones vivificadas por un autogobierno de elevadas cotas, tardó, sin embargo, apenas un bienio para que, con la revolución de Octubre de 1934, se encontrase desmentida por los hechos. Empero su fermento no desapareció con la dura prueba. Llegada la guerra civil, el presidente de la República española volvió a contar en sus inicios con Cataluña, por sus recursos de todo tipo, como pieza crucial de la estrategia de su gobierno. Una vez establecido este en Barcelona, su talante cambió por completo, al comprobar reiteradamente que los prejuicios nacionalistas imponían su inflexible ley en la actuación de todos los sectores de la Generalitat, incluido -y no en último lugar- sus propios mandatarios. La Cataluña por él entrañada y amada como célula matriz y bastión capital de la República sería sustituida ahora por una contemplación desalentada al comprobar, una vez más en una historia de desencuentros, que su identidad íntima se imponía a los ojos de sus naturales sobre potestades y regímenes, impulsados justamente en tal distanciamiento por sus dirigentes. A no pocos de entre ellos, la pluma alacre del memoriográfo retrataría por entero au noir, en etopeyas de insuperable vigor y plasticidad literarios. ¿Qué quedaba del espíritu de un tiempo en que, con todo ardimiento y no menor penetración en la auténtica identidad catalana, la describía como «una fisonomía pletórica de vida, de satisfacción de sí misma, de deseos de porvenir...?». A redropelo de los sucesos del día, mantengamos en nuestra visión de tan importante región española la imagen delineada por el Azaña venturosamente más catalanófilo.

* Catedrático