Cuando hasta quienes se autoproclaman garantes de la moral y perseguidores de pillos, chorizos, bribones, mangantes, estafadores y trapaceros (la variedad de sinvergüenzas en España es infinita) acaban también, presuntamente, sepultados en el lodazal inmundo de la corrupción, es que en este país hemos tocado fondo; o quizá no, porque me temo que aún nos queda mucha quina que tragar. El espectáculo de degradación, inmoralidad e infamia al que estamos asistiendo los españoles estos últimos años es tan deplorable que se comprende el sonrojo y la rabia de la ciudadanía de bien, impotente ante un estado de cosas que exigiría con urgencia medidas de excepción. Que a un sector dolorosamente significativo de nuestra clase política le importa un bledo el interés público, más preocupada por el de sus respectivos partidos y el suyo propio, es cuestión ya tan sabida, aceptada y evidente, que ellos mismos se lo reprochan sin pudor; que quienes desde cargos públicos han tenido acceso al dinero pocas veces han resistido la tentación de derivarlo con más o menos habilidad hacia su bolsillo o el paraíso fiscal de turno, resulta ya tan obvio que mejor ignorar la presión mediática para no sentirse un idiota cumpliendo con Hacienda, a la que quienes más tienen burlan con desfachatez de corsarios; que más de un español no puede evitar cierto brillo en los ojos cuando se enfrenta a tanto caso de corruptela, secretamente convencido de que de haber podido él habría hecho lo mismo, lo ponen en evidencia los chistes que circulan sobre el tema, o la sonrisilla admirativa y un punto envidiosa que se nos pinta en la cara cuando ponemos número a los millones sustraídos. Pero también somos miles los que consideramos perentoria una reacción ciudadana, un grito unánime de hartazgo y de furia que exija a los legisladores cambiar las leyes, a los jueces aplicarlas, a los ladrones devolver el dinero antes de pudrirse en la cárcel, a quienes corresponda incrementar los filtros y controles para que todo esto no pueda volver a producirse. El problema será siempre quiénes vigilarán a los que vigilan, en un país que identifica picaresca con una parte fundamental de su propia idiosincrasia. Mientras tanto, Hacienda despelleja, implacable, a quienes dependen de una nómina, sin terminar de entender que el fraude en España empieza precisamente donde terminan aquéllas.

Vivimos tiempos de elecciones reiteradas. En el transcurso de las largas, cínicas, grandielocuentes y costosísimas campañas electorales (¿por qué hemos de pagar entre todos la incapacidad para el acuerdo de unos pocos?), nuestros políticos, en apariencia incansables, se pasan la vida en la carretera; visitan una y otra vez pueblos y ciudades; reparten besos y abrazos sin poder evitar en ocasiones cierto velo de repugnancia en los ojos. Sorprendentemente, la gente los sigue acogiendo como salvadores de la patria; cree en sus promesas como si no intuyeran al menos que muchos de ellos han puesto el Estado a su servicio; acude una y otra vez a votar, contribuyendo así a la perpetuación de un sistema bien orquestado que nos está dejando el alma en los huesos y la cartera en el pellejo. Acudir masivamente a las urnas parece de entrada la forma democráticamente más apropiada de poner orden en el caos, de dar forma material a la voluntad popular. Unos lo harán porque quieran reforzar la estructura clientelar y de subsidios que los alimenta; otros, porque sueñan legítimamente con que su voto sirva para mejorar las cosas; pero ¿quién tendrá en cuenta a los que se abstengan como opción activa de protesta, desengañados y anhelantes de cambios estructurales que nadie les ofrece? ¿Hasta cuándo se ignorará en España la abstención activa como una forma real de participación democrática, de reclamar, a falta de otras vías para ello, alternativas al sistema de partidos; honradez, grandeza moral y política a quienes nos representan?

A día de hoy, muchos tienen pesadillas con que seguramente lo próximo sea un "pensionazo", en forma de bajada generalizada de las pensiones. Otros, con los "contratos de cero horas", que exigen disponibilidad absoluta 24 h. los siete días de la semana, son incompatibles con cualquier otro empleo, no contemplan despido (te dejan de llamar y basta), y tampoco generan derecho a subsidio alguno. Los recortes, en cualquier caso, irán siempre en contra del ciudadano, no de quienes legislan y ponen buen cuidado en blindar su futuro. Esto lo sabemos todos; y sin embargo seguimos tan campantes, como si aquí no pasara nada. Será, pues, inevitable un apretón más de clavijas para que acabemos de entender que el sistema en España huele intensamente a podrido. Nos las apretarán, sin duda; pero que nadie diga luego que no nos lo buscamos.

* Catedrático Arqueología de la UCO