Europa no acierta con el problemón de los emigrantes subsaharianos que llegan a Italia y España a bordo de pateras que, muchas veces, resultan ataúdes para guardar los cadáveres físicos y las esperanzas metafísicas de los desgraciados viajeros. España tiene la preocupación añadida de sus ciudades enclavadas en el norte del continente africano. Las antiguas "plazas de soberanía", según el argot de la dictadura, se han convertido en puertas de la gloria para huir de la letal pobreza. Sobre todo Melilla. Tratando de evitar la llegada masiva de la desesperación, han situado, en la frontera marroquí, valladares con artilugios disuasorios: primero, las lacerantes concertinas y últimamente las mallas antitrepa que, según parece, están dando mejores resultados que las clásicas pelotas de goma que pueden dejarlos tuertos. En cierto modo, las referidas mallas impiden que los continuos asaltadores consigan el incierto destino de llegar a la Europa de sus sueños líricos sin euro en el bolsillo --los pocos que habían reunido fueron para las mafias que los sacaron de sus poblados--, sin papeles, sin saber el idioma, sin otro dormitorio que los bajos de los camiones, con escasas posibilidades de zafarse de las más modernas --también crueles-- esclavitudes que les acechan. Como el arduo problema de la inmigración es planetario, con grandes repercusiones en el primer mundo, la difícil solución tiene que ser global y, en nuestro caso concreto, consecuencia de una política europea que siempre se anuncia pero nunca llega. Por eso, jactarse, como a veces ha sucedido, de la eficacia que han tenido los paliativos --concertinas, vallas, muros, mallas, vigilancias-- parece un espejismo. Otra cosa es que los partidos políticos deberían usar mallas antitrepa para eliminar a los numerosos trepas que están copando los sitiales de los quehaceres públicos.

* Escritor