La carta silenciosa que todos escribimos es un tatuaje invisible en la piel. Todos deseamos, todos anhelamos. Todos redactamos una frustración propia, su caricia silente en los muslos de un tiempo que nos va rechazando con su marcha melosa. Hasta el hecho de no escribir, de no desear, de no anhelar, como diría Luis Cernuda, que también buscó lo suyo esa felicidad sobre la arena, es también un rasgo del deseo desde su negación. Por eso estaría bien escribir, de verdad, lo que elegiríamos si pudiéramos. Qué tipo de vida, qué tensión. No lo que esperamos, que es algo muy distinto: sino lo que querríamos. Esto puede levantar toda una existencia por los aires, romper su pavimento y volarlo en pedazos. Por eso no lo hacemos. Carbón, carbón: porque hemos sido malos, porque lo estamos siendo cuando nos alejamos de nosotros, de nuestro ser más íntimo, que nos configura y nos define en una singularidad de ínsula extraña. Todos lo somos, lo deseemos o no. Aunque nos asimilemos a los usos tribales del cariño, con su carga suave de gamuza sobre los sentimientos, algo late en nosotros, algo mucho más íntimo y salvaje, limpio y duro, que nos nace del mismo corazón que nos hizo vibrar cuando apenas levantábamos dos palmos del suelo y ya sabíamos qué era aquello que amábamos para reclamarlo como propio. Vivir, en cierto sentido, es incorporar un descarte continuo del deseo. Como una carta escrita a los Magos de Oriente: siempre existen los límites, y crecer es distinguirlos y aceptarlos. También saltarlos a veces, también quemarlos vivos y recuperar el gesto de los brillos salvajes. En fin, Junqueras sigue en prisión después de que el Supremo razone que ser un hombre de paz no consiste en sentarse en su sillón crepuscular, porque la violencia puede ejercerse con un gesto pacífico, y hasta sin un gesto. La bobería no es hermana de la bondad y jamás ha sido su deseo. Que sus majestades de Oriente lean despacio, por una vez, la carta de nuestras emociones.

* Escritor