Sábado de Gloria en San Lorenzo en Córdoba. Son las nueve de la noche. El templo es todo oscuridad. Estoy sentado en una de las primeras bancas en una iglesia repleta de fieles .A mi lado se sienta un amigo al que llevaba más de veinte años sin ver. Acababa una semana de dolor y allí estábamos todos, desamparados, esperando la luz en esa verdadera soledad que es el desamparo. El sacerdote desde el cancel del templo pronunció la palabra "luz de Cristo", es decir, luz de luz para que ese afán de ver se manifestara entre nosotros. Mi mujer y yo nos habíamos quedado sin cirios que encender. El sacerdote, portando el cirio pascual ardiendo, iba comunicando la luz a los feligreses que portaban pequeñas velas. El templo se fue lentamente inundando de luz de cirios brillantes y, por fin, una tenue ráfaga nos mostró el esplendor del ábside de San Lorenzo.

En ese momento percibí esa esperanza inconfesable de seguir viviendo en la luz, cuando a la exclamación "luz de Cristo" todos dimos a Dios las gracias. Esa luz era luz del amor de ese Dios que nos atrae sin que por ello perdamos nuestro ser. Me sentí atraído en mi desvalida concreción. Tuve la esperanza de ser amado, de mover a Dios. Esa sensación surgió cuando el oficiante nos impeló a mirar la luz para que resucitáramos desde nuestras partes oscuras. Nos invitó, sin dejar de ser nosotros mismos, a entrar en aquel resplandor, a dejar de poner resistencia a esa luz que fue lentamente inundando el templo, a dejarnos traspasar por ella sin dejar de ser nosotros. En ese momento todo el templo se encendió.

Dios es esa realidad misteriosa que, aún negada, deja intacta nuestra relación con El. Eso, que se oculta en nuestra palabra casi impronunciable, es Dios. Nosotros, en vida, no podemos desaparecer y cuanto más fuera de nuestro horizonte está Dios, más profunda es nuestra relación con El y llega un momento que nos invade. Por eso Antonio Gil nos pidió que echásemos una mirada a nuestro interior, una vez contemplada la luz; que nos viésemos a nosotros mismos una vez que la luz nos había hecho visibles. Nos sugería que nuestra vida, que es confusión, se aclarara con la luz del cirio pascual, para así conseguir la presencia de Dios, en este mundo en que Dios está ausente.

Frente a la angustia, que sentimos cuando damos por muerto a Dios, este sábado de gloria en San Lorenzo comprendí la desesperación de los que dan por muerto a Dios, que en Cristo esta noche había resucitado. Cristo había corrido la suerte del ser humano: pasar, morir, ser vencido; pero había resucitado. No es posible decir que Dios haya muerto. Nadie habla así de un muerto si antes no había creído en él y lo había amado. Solo el amor descubre la muerte y así lo comprendemos cuando un ser querido desaparece. El ateo niega a Dios matemáticamente; es decir, la idea de Dios, pero no puede negar ese Dios desconocido, que se hace luz en el sábado de gloria.

Salí de San Lorenzo, Realejo arriba hacia San Pablo. San Andrés y San Pablo eran templos iluminados a las diez y cuarto de la noche. Soslayé Capuchinas, también abierto y en numinoso silencio. Al llegar a casa sentimos no haber podido encender el pequeño cirio para llevar la luz a nuestro hogar, porque el sacristán en su afán de distribución, se olvidó de nuestra fila. Las calles estaban vacías y todos los templos invadidos de luz.

* Catedrático emérito.

Universidad de Córdoba