Josep Pla, tan anclado en el Ampurdán, solía comentar que cuando bajaba a Barcelona le gustaba pasearse por el Paseo de Gracia y detenerse ante los lujosos escaparates para darse cuenta de la cantidad de cosas que había en el mundo y que él no necesitaba. A su manera, sentía esa felicidad que da el no necesitar mucho para vivir dignamente. Un lujo, si quieren aldeano, que no todo el mundo se puede permitir en esta sociedad de comprar, gastar, tirar y vuelta a empezar. Mas creo que por ahí no va la petición que la marca Loewe y el Círculo Fortuny, cuyo presidente es Carlos Falcó, el marqués de Griñón, han llevado a la Real Academia, RAE, para que tenga a bien modificar el concepto de lujo en el Diccionario, DRAE, que ahora se describe en tres acepciones: «1.-Demasía en el adorno, en la pompa y en el regalo. 2.-Abundancia de cosas no necesarias. 3.-Todo aquello que supera los medios normales de alguien para conseguirlo”» Según el criterio del marqués y Loewe esta definición de lujo les resulta «bastante negativa» frente a los productos creativos, culturales y de prestigio que ellos producen y promocionan dentro y fuera de España. Según cuenta Carlos Falcó, la cara visible de esta noble aspiración y de sus notables defensores, el director de la RAE le ha informado sobre su propuesta que, por ahora, hay que dejar trabajar a los expertos que elaborarán un informe sobre el tema. Mal vamos en este país si ahora tiene que ser un comité de expertos el que venga a explicarnos qué es un lujo en nuestra vida y qué objeto, experiencia o cosa no lo es. Pero sabiendo la manga ancha que tiene la RAE ante este asambleismo lexicográfico que ora se ofende con el DRAE, ora lo constriñe y retuerce, mucho me temo que acabe cediendo ante los señores del lujo. Ellos sabrán, pero de seguir atendiendo a los políticos, a los colectivos indignados con las definiciones del Diccionario y a las feministas que exigen el lenguaje inclusivo, dentro de un tiempo, no habrá papel que aguante tanta verborrea ni paciencia para buscar una palabra entre tanta divagación de los unos y los otros; y mientras tanto cada vez hablando peor, gritando más y reduciendo el vocabulario. No obstante, no me opondría --tampoco serviría de nada-- a que modifiquen la definición de lujo siempre que se incluya la idea de que tiene que ser algo barato. Bajo mi punto de vista, y seducido por un camarero de Triana que oferta sus mejores platos con la apostilla «de lujo» -alcachofas de lujo, tomate con melva de lujo, tortilla de lujo-, aceptaría la redefinición de la palabra en cuestión como algo extraordinario a precio asequible, no como caprichos de nuevos ricos a precios millonarios.

* Periodista