Querido Stephen King (te conozco tan bien y desde hace tanto tiempo que solo puedo tutearte): te escribo para darte las gracias. Este verano, en unas pocas semanas, he visto nacer un lector ante mis ojos. Gracias a ti. A uno de tus libros, de hecho. El último. Ni siquiera es una novela. Gracias a él, a tus historias, le he visto transformarse: de alguien que cierra el libro con indiferencia a alguien deseoso de contar lo que acaba de experimentar. De alguien que lee 20 páginas por compromiso a alguien incapaz de dejar de leer hasta el final. Un lector auténtico, con el exceso y la voracidad pertinentes. Debo confesarte que al principio tuve cierta responsabilidad (le pagué por leer, sé que el detalle te gustará; lo consideré una inversión de futuro y me sorprendió comprobar que daba resultado), pero pronto el mérito, mi querido Stephen, fue todo tuyo. No me sorprende: también yo me volví una devoralibros gracias a tus novelas, más o menos a su edad.

El lector del que te hablo es mi hijo, Adrián, 15 años. Fue gracias a su recomendación, y un poco a regañadientes, que he vuelto a leer alguna de tus ficciones después de más de 30 años. Adrián creía que el cuento me iba a gustar y le apetecía que lo comentáramos. No quise negarle ese otro placer de lectores auténticos y lo leí.

El cuento se llama Ur y trata de la existencia de varios millones de mundos paralelos solo para lectores. Se accede a ellos a través de un lector electrónico -en realidad un Kindle, porque el texto fue escrito para la campaña de lanzamiento del dispositivo-, donde solo con teclear una cifra el protagonista accede a otras realidades. En ellas, algunos de sus escritores más admirados vivieron más años y escribieron más obras. En otras, simplemente, nunca existieron. El protagonista es, claro está, un pirado de los libros. Más que eso: un profesor universitario mediocre, especializado en Hemingway. El aparato le provoca una obsesión. La misma que generaría en cualquier adicto a los libros saber que tiene a su disposición, y tal vez solo a la suya, textos inéditos de Shakespeare, de Hemingway o varias novelas de un Edgar Allan Poe que no murió alcohólico a los 40 años sino en su cama a los 66.

Yo enseguida pensé qué buscaría (además de a los citados y acaso, muy morbosamente, a mí misma). El primero que se me vino a la cabeza fue Lorca. ¿Se imaginan? La inacabada Comedia sin título se llamaría en mi Kindle El sueño de la vida y sería la primera de una serie de obras muy representadas, adaptadas al cine y la televisión, donde el autor de Bodas de sangre habría conseguido dar un giro de 180 grados a su teatro. Almodóvar las habría llevado al cine con gran éxito internacional, habríamos visto al genio de Fuentevaqueros pisar la alfombra roja del Kodak Theatre de Los Ángeles con el pelo canoso, enfundado en un esmoquin y chapurreando un inglés con musicalidad andaluza, y puede que también le hubiéramos visto ganar el Premio Planeta con la primera -o tal vez la única- de sus novelas y habría sido muy pero que muy criticado por ello.

No se enfaden: el cuento no trata solo de eso, pero debo reconocer que esa realidad paralela llena de libros imposibles me ha dejado soñando varios días. En realidad, la culpa es también del entorno. El milagro que acabo de describir ha tenido lugar frente a un paisaje inamovible: el de mi mismo mar de todos los veranos, la playa -modesta, nada exótica y cercana a mi casa- donde transcurren mis veranos desde que tengo uso de razón. Creo haber leído aquí bibliotecas enteras. Es un lugar cuya existencia necesito, por la misma razón que necesito que existan los libros: el mundo cambia, la gente cambia, las personas cambian, ocurren cosas horribles que nos asustan, que nos infunden miedo, que nos quitan esperanza y que, a todas luces, no podemos prever... Pero existe un lugar donde las cosas siempre son del mismo modo. Un paisaje inalterado e inalterable. Y mío: la playa donde me siento a leer en verano. Los volúmenes que durante todo el año selecciono para esta ocasión.

Ocurre con esto como cuando de pequeña se terminaban las vacaciones y alguien me consolaba hablándome de los fines de semana. Siempre quedarán los fines de semana, me recordaba, para emular las vacaciones. Cierto. Vendrán viajes, semanas repletas, compromisos, actos sociales, jornadas de 14 horas de trabajo mientras pergeño un nuevo proyecto, sí, todo eso ocurrirá, pero estarán los libros con su capacidad de asombro y de evasión infinitas. La literatura es Ur sin necesidad de inventar ningún cacharro imposible: un lugar que nunca lograrás agotar y que nunca perderá su capacidad de sorprenderte. También existirá mi playa. Un lugar inmutable al que no dejar de regresar. Gracias de nuevo, mi queridísimo Stephen, por permitirme reparar en todo ello justo el mismo día en que se terminan mis vacaciones de este año.

* Escritora