Cada verano muere, nace y vive Federico García Lorca. Cada 19 de agosto, en la noche caliente por la respiración de tierras sulfurosas, un hombre es abatido en su propio misterio, un hombre tiembla y cae para después erguirse en su luz fulgurante. Cada verano muere y nace un cuerpo de escritura arterial, con la osamenta hendida en su musculatura simbolista, cada verano empieza el rito primigenio de las constelaciones, con su imán de palabras corpóreas y totales, como esbeltos planetas en órbitas cambiantes. Como una extraña carta de navegación hacia un océano nuevo, con su sorpresa y su convencimiento, cada verano surge otro lenguaje como un mar petrolífero, de corrientes y formas oscilantes y vivas, rutilantes en su metamorfosis: porque siempre es nuevo García Lorca, siempre es oceánico, siempre es una ruta descubierta con sus propios satélites para cualquier lector que se sumerja en ese firmamento de revelación.

Lorca es un verano a los 14 años, pero también a los 24 y hasta a los 39. Lorca es el silencio de una noche despierta, de un acecho telúrico ante el sueño encendido, en el temblor de agosto crepitante en la calle. Lorca es el pórtico, la entrada en el secreto; pero es también destino y es llegada, es la terminación de la ruta que él mismo va marcando, de un camino que muere y nace en él para multiplicarse, para helar la tensión que es generada por su propio voltaje. Lorca es un poeta de iniciación, es cierto: lo es también Neruda, lo ha sido siempre y lo será Antonio Machado, lo son Whitman y Byron y lo es también el gran Claudio Rodríguez. Otros llegan después, también, para quedarse: pero algo hay diferente en García Lorca, que ha sido núcleo, magma y manto de una generación que hizo estallar el universo poético en España. Más allá de las campañas publicitarias y las categorías, la generación del 27 lo ha sido todo aquí, ha dejado acotado --con el permiso de Juan Ramón Jiménez, nuestra verdadera médula espinal, algo más invisible y más profunda, sin juveniles fuegos de artificio-- nuestro mapa poético, los valles y las cumbres, los ritmos de agua lírica, con su mutismo y su sonoridad. Los vemos más allá de la foto famosa, con sus nombres azules: tenemos, sobre todo, a Luis Cernuda. Tenemos a Aleixandre. Pero tenemos siempre a García Lorca, amanecer y ocaso, fulguración y propio apocalipsis de un universo que regresará, que es su brillo cíclico, al que siempre llegamos para redescubrirnos a nosotros mismos.

Hay poetas que ocupan una época de la vida; pero los hay, también, que nos van invitando, a través de edades y momentos, a enfrentarnos a ellos para redefinirnos, para coser los rotos y ofrecer el relevo de una oxigenación que se ensancha a sí misma, que nos acompañará con su pulmón cambiante: porque se adaptará a nosotros, porque es también la piel de una lectura que redefine en mundo, que suaviza las grietas y nos hidrata el ánimo cansado, que nunca será un álbum de recuerdos, porque está en nuestra vida y es la vida sanguínea, con su circulación de horas y palabras por tejidos abiertos.

Todo esto es García Lorca, y también mucho más: el poeta que te hace asomarte a la revelación de la poesía, con la maravillosa --y a menudo engañosa-- sensación de que has llegado ya a su estación total, definitiva, al estilo del Juan Ramón final. Recuerdo una anécdota de hace ya veinte años, en un encuentro poético provincial. En algún momento nocturno, entre algunos jóvenes poetas y también con algunos que después no pasaron de jóvenes, hablé con entusiasmo de García Lorca. Alguien me espetó entonces, no sin condescendencia, que Lorca, según él, estaba agotado, y que en la modernidad ya no tenía nada que decirnos. Antes de que me diera tiempo a contestarle, un muchacho alto que debía de haber oído el disparate comenzó a recitar, de memoria y con no poca pasión, la Oda a Walt Whitman, de Poeta en Nueva York . Era José Luis Rey. Allí estaba ya todo: la amistad y la fascinación, y también el temblor que nombraba el futuro.

Esto es la poesía, al menos para mí, el enigma y su perduración en ese espejo líquido que nos mira y anega, que nos va cincelando las visiones de nuestra realidad. Forzamos las brazadas en la nada instintiva, somos Segismundo al despertar del sueño que ahora llamamos vida, que llamamos verdad. García Lorca está ahí, muriendo cada agosto, volviendo a renacer para ayudarnos a cruzar las mareas de nuestra inmensidad.

* Escritor