Pues sí, tal vez los andaluces nos pongamos un poco tiquismiquis cuando remedan nuestro habla. Digo esto -lo habrán adivinado- por el affaire Sardà Valls: el cónsul español que escribió en su cuenta de Facebook un texto «en andaluz» lleno de faltas de ortografía («ber» por «ver»), errores léxicos al parecer muy graciosos («protoculo» por «protocolo») y otras chanzas parecidas. Al ser cesado por el ministro, alegó el diplomático que también él tiene que sufrir las burlas que le infligen los madrileños por su acento catalán. Tal vez no haya caído en la cuenta Sardà de que la parodia del andaluz (pero no del gallego o del riojano) arrastra en nuestro país ciertas connotaciones particularmente ofensivas que lo vinculan al analfabetismo, la pobreza o -ya sin rodeos- la ordinariez, así como a una emotividad primaria carente de todo freno racional. Por algún motivo esto no gusta a los andaluces.

No invertiré ni una línea de este texto en restañar mi orgullo de andaluz herido («qué ozadía y mar gusto», diría Sardà). Quisiera más bien servirme de la defensa que hizo el cónsul de sus declaraciones como pretexto para explorar un tema más abstracto y -supongo, sí- más aburrido: dejen de leer ya esto si no quieren ponerse pardamente mustios y filosóficos.

Tras disculparse con diplomacia por sus palabras, se lamentó el diplomático de que en España se hayan perdido el sentido del humor y (nada menos que) la libertad de expresión. Me parece un poco exagerado. Creo que estas pullas iban dirigidas en realidad, con astucia, a la diana de lo «políticamente correcto», en un intento por captar la benevolencia de los muchos que hoy lanzan hacia allí sus dardos. Son cada vez más, en efecto, los que abominan de esa «corrección» que perciben como una especie de -disculpen el símil- mojigato cinturón de castidad (aplicado a la mente, no a los genitales) con el que los nuevos sacerdotes del buenismo de izquierdas tratan de repeler todo aquello que amenaza su moral estrecha. Una orwelliana «policía del pensamiento» que sacrifica a víctimas propiciatorias como Sardà en el ara de la Igualdad (en este caso, de las diversas hablas hispanas) para calmar al Dios del «buen rollito».

Creo que el cónsul se equivoca, y que se hace necesaria una loa (con matices) a la corrección política. Sé que me expongo así a la ira de quienes la denuestan, que se aprestarán a arrojar sus dardos sobre mí en un paradójico ejercicio de «corrección de la incorrección». Lo toleraré todo como un abnegado San Sebastián. Pienso que Sardà ha traspasado sin darse cuenta la línea que separa lo público de lo privado. Que ha exhibido en público lo que debería haber reservado para el salón de su casa o para esa tasca donde -estoy seguro- ejecuta magistrales imitaciones de parguelas, negratas o «andaluse». El cónsul ha disuelto las fronteras del dentro y del fuera, y lo han sorprendido en pijama en medio de una recepción diplomática.

Los actuales sistemas democráticos propician en sus ciudadanos esta especie de escisión esquizoide. Es el precio que pagamos por las ventajas que reportan. Vivimos rodeados de desigualdades, pero aspiramos a una sociedad donde la igualdad sea la norma en aspectos moralmente relevantes. En la esfera privada experimentamos sentimientos variopintos hacia aquellos que no se nos parecen: ante quienes nacen con un color de piel más tostado, ante quienes manifiestan determinadas preferencias sexuales, incluso ante quienes eluden al hablar la «d» intervocálica. Somos como somos, nos han educado como nos han educado, sentimos como sentimos. Pero tenemos claro que debemos (y, a menudo, queremos) ser y sentir de otro modo diferente: que la raza, la orientación sexual o el habla no son razones bastantes para establecer desigualdades significativas con negros, andaluces u homosexuales. Somos de una manera, pero cuando reflexionamos un poco deseamos que nuestra sociedad sea de otra.

La corrección política trata de irrumpir en la esfera privada con las desmesuradas exigencias morales que nos hacemos unos a otros en la esfera pública. Lo veo exagerado, y por eso mi loa es «con matices». Solo tenemos que echar un vistazo a los estados totalitarios para comprobar qué sucede cuando todo se hace público. Pero el otro extremo -la soez privatización de lo público puesta de manifiesto por declaraciones como la de Sardà- me parece igualmente nefando. Cuando lo público y lo privado se confunden, también borran sus límites aquello que somos y aquello que aspiramos a ser, en detrimento normalmente de esto último. Tal vez la democracia nos vuelva algo esquizoides, al obligarnos a vivir simultáneamente en un mundo y en otro. Pero creo que es una locura en la que vale la pena caer.

* Escritor