Pantalón corto, o largo, sobre tus piernas regordetas. Hay un período de la vida en que todos tenéis una inconfundible textura, una característica redondez de manos, de mejillas, que os identifican como cachorros de nuestra especie. Inventáis ocurrencias lógicas, tan lógicas, que desarman nuestra pretendida suficiencia. En vuestra boca insegura la lengua tropieza en cada sílaba, y vuestro cabello, a la mínima que os quedáis mirando al viento --porque a lo mejor se os ha cruzado frente a los ojos un duende o la posibilidad de un juego-- se larga en remolinos, en mechones que se mecen, en rizos que no saben qué lugar ocupar. Sois los niños de nuestra raza, la raza humana. Una raza que os asesina, os abusa, os explota, os aborta, os pervierte, os lanza a la guerra, os tortura incluso antes de nacer. Una raza incapaz de ponerse en vuestro lugar, de mirar el mundo desde vuestra estatura, desde la retina de vuestras mascotas. Ahora os veo, a un puñado de vosotros, tendidos en el suelo, con terribles heridas, la cara llena de polvo, el pelo revuelto no por el viento sino por la onda expansiva, los ojos abiertos, fijos y tranquilos como siguiendo un duende o imaginando la posibilidad de un juego; pero no, estáis muertos, no veis nada, no imagináis nada, no pensáis nada. En el último momento seguramente llamabais a vuestros padres, pero la explosión o la ráfaga hacía imposible escucharos. En esta ocasión os han matado estos, en otras son otros, qué más da, no importa el asesino --no me importa--, lo terrible es que con vuestra muerte morimos todos.

* Profesor