El tiempo tiene muchas medidas, pero en un hospital siempre pasa exasperantemente lento. Lo estoy comprobando estos días en que la enfermedad de mi madre me tiene varada a su cama largas horas que una no sabe bien cómo aplicar. Aunque sea como sea esa gestión del tiempo ha de transcurrir de modo sincopado, a salto de mata. Porque es curioso lo mucho que se trabaja junto a un enfermo sin hacer nada. Para empezar, no le puedes quitar el ojo de encima, porque estás ahí sobre todo para eso, y contestas interminables llamadas telefónicas o las haces tú para informar a los allegados de su evolución clínica. ¡Ah! y atiendes las entradas y salidas de médicos, enfermeros, auxiliares y celadores que tras pedirte explicaciones sobre el estado de la persona a la que custodias, partes que das con torpeza y miedo a proporcionar pistas equivocadas que desvíen el diagnóstico, te echan fuera de la habitación, suerte que corres igualmente si la cohorte sanitaria acude en auxilio del paciente de al lado. Y allí te ves en el pasillo como huésped indeseado --pues en teoría está prohibido ocuparlo-- y con el alma en vilo por lo que pueda estar pasando dentro. Un sinvivir solo suavizado por la atención diligente y hasta delicada en muchos casos que gasta el personal del Reina Sofía, lo que es una suerte para el enfermo que está en sus manos y un alivio para el acompañante, perdido en esta situación de angustia y desconcierto.

Cuento esto porque en una de las primeras incursiones al corredor hospitalario de los pasos perdidos hice un pequeño descubrimiento que desde entonces me ayuda a mitigar el agobio de días y noches sin huella. En una canasta de mimbre se alinea bien ordenada una pequeña biblioteca a disposición del que quiera disfrutarla, eso sí, con el ruego tácito de no caer en la tentación de quedarse con los tomos, sino devolverlos una vez leídos a su sitio o a otro similar, pues luego he visto que otros pasillos tienen estantes para el mismo fin. Casi todos los ejemplares llevan en la portada una etiqueta con el sello que los identifica como «libro libre», a lo que se añade su propia presentación: «Soy un libro de Bookcrossing». Su misión es circular de mano en mano, como la «farsa monea» de la copla, pero no de modo pesaroso sino para aportar cultura y entretenimiento y hasta olvido de sí mismo y sus circunstancias a quien lo coja prestado, en un lugar sobrevolado por el dolor y la muerte del que uno quiere salir cuanto antes y olvidar la experiencia en lo posible.

El hallazgo me emocionó tanto --en el hospital uno está con la sensibilidad a flor de piel-- que lo tomé como un guiño de complicidad con el doliente, una invitación a la esperanza. Aparqué el libro que llevaba de casa y emprendí la lectura de uno de los títulos que se ofrecían. Empecé por escoger, casi al azar, El Sur y Bene, dos estupendos relatos de Adelaida García Morales, nada alegres por cierto, que había leído hace muchos años. En su página de cortesía se anunciaba que se estaba ante un libro «muy especial» que está viajando alrededor del mundo «haciendo nuevos amigos»; y tras recomendar la visita a la página web www.bookcrossing-spain.com, se invitaba al lector a introducir el código mostrado más abajo para descubrir «dónde he estado y quién me ha leído, y podrás hacerles saber que estoy a salvo aquí, en tus manos». Luego, una vez leído, hay que ponerlo en libertad para que siga volando por el mundo. Ojalá los libros que aguardan nuevas vidas en el hospital conozcan sitios más felices. Yo, de momento, seguiré entreteniendo las horas muertas con su ayuda.