Si hay algo que Dios ha respetado y respeta en el hombre es su propia libertad. Incluso cuando hasta el mismo hombre ha demostrado hasta la saciedad no ser capaz en muchos casos de gestionarla. Por tanto, si la libertad es el camino por el que Dios quiere que el hombre se acerque a él, es una auténtica perversión de la voluntad divina obligar a nadie a acercarse a Dios. Y como resulta que el vehículo para acercarse a la Providencia es la religión, sea la que sea, imponerla es subvertir el libre albedrío del hombre. Y así ha pasado en demasiadas ocasiones en la historia. Muchos han querido convertir la religión en una enorme jaula donde aprisionar lo que estaba hecho para volar libre, y así cuantas más jaulas y más pájaros dentro más fácil es intentar demostrar que las jaulas también las hizo Dios. Y si además, estas jaulas tienen el marchamo del Estado, es decir que se impone una sola religión obligatoria para todos sus ciudadanos, el daño no sólo afecta a la propia conciencia de cada individuo, sino a su sentimiento de identidad social y de pertenencia a un grupo. Es por esto que el Papa Francisco invitaba recientemente a los gobiernos a que defendieran la libertad religiosa. Por supuesto, se entiende con respecto a cualquier religión cuyo fin sea la liberación positiva del hombre. Por supuesto, también hay quienes argumentan que si el hombre es libre de qué hay que liberarlo. Pues ahí está el nudo gordiano: el hombre para entender su libertad necesita un código, pues si no acaba siendo un lobo para sí mismo y para los demás. Por supuesto, ese código se viene amasando desde que el hombre es hombre, pero jamás había tenido tanta trascendencia en la implantación y desarrollo de los derechos fundamentales, desde que vino de la mano del cristianismo, que no solo proveyó de una religión, sino de la cultura occidental, cuna de la libertad religiosa.