El miércoles entró en vigor una de las normas legales más polémicas de la legislatura que tocará pronto a su fin: la ley de seguridad ciudadana, también apodada por sus detractores como ley mordaza. La implacable mayoría parlamentaria del PP permitió que la normativa fuera superando trámites en su elaboración al tiempo que reunía una formidable oposición judicial, política y ciudadana. En el siempre delicado equilibrio entre la seguridad ciudadana y el respeto a los derechos individuales, la ley respira en su espíritu y en su letra un indisimulado carácter represivo al dejar en manos de la Administración la potestad de calificar como faltas graves acciones que solo desarrollan los derechos constitucionales de expresión o manifestación.

Los mayores reproches que ha concitado la ley son precisamente todos aquellos ámbitos que permiten sustraer del control previo de los jueces la sanción de determinadas conductas. Al eliminarlo, se ven desprotegidas garantías básicas de los ciudadanos que quedan expuestos a duras sanciones administrativas impulsadas, por ejemplo, por los agentes policiales en casos de protestas públicas. Como ha ocurrido con otras importantes leyes del PP (reforma laboral, educación, Código Penal), la de seguridad ciudadana nace con los días contados porque todos los grupos políticos han expresado su intención de derogarla si tras las próximas elecciones nadie logra el rodillo parlamentario del que ha disfrutado el Partido Popular.