Desde que en el 2013 la UE y EEUU empezaron a negociar el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP, por sus siglas en inglés), ha habido más opacidad que transparencia. Cuando lo que se está acordando afectará a unos 800 millones de consumidores a uno y otro lado del Atlántico en cuestiones que van desde la seguridad de los automóviles hasta la composición de la crema antiarrugas o la carne con hormonas, toda información es poca. Ahora se ha sabido --aunque se intuía-- cuál es la posición negociadora de EEUU. De acuerdo con los dictados del más duro neoliberalismo económico que otorga el poder absoluto a los intereses de la industria y convierte a los lobbis en interlocutores, Washington presiona a la UE para que relaje los estándares de la normativa europea. EEUU puede defender su postura basada en una doctrina que solo aporta sufrimiento a la mayoría y pingües beneficios a una minoría, pero Bruselas no puede ni debe aceptar un acuerdo que rebaje unos estándares que tampoco son modélicos. La UE se debe a los europeos y no puede cerrar ningún tratado que les perjudique. Según la comisaria Malsmstrom, en aquellos campos en los que las posturas están muy alejadas, no habrá acuerdo. Esperemos que así sea, pero lo que EEUU propone con el TTIP es algo más insidioso: un nuevo modelo comercial que solo defienda los intereses de la gran industria y no los de los ciudadanos.