"En el mismo instante en que ese sorbo de té mezclado con sabor a pastel tocó mi paladar... el recuerdo se hizo presente... Era el mismo sabor de aquella magdalena que mi tía me daba los sábados por la mañana. Tan pronto como reconocí los sabores de aquella magdalena... apareció la casa gris y su fachada, y con la casa la ciudad, la plaza a la que se me enviaba antes del mediodía, las calles..." Me disculparán de antemano por sintetizar de este modo el celebérrimo texto de Por el camino de Swann , dentro a su vez de la extensa En busca del tiempo perdido , y en la que Proust saca a relucir lo que él mismo denominaría la memoria involuntaria, al recordar su más tierna infancia en la mansión de tía Léonie (su tía Isabel en la realidad), de la localidad de Illiers-Combray, junto a Chartres, a poco más de un centenar de kilómetros del propio París. Así, de esta manera tan singular como inextricable, el genial maestro francés afloraría sus más íntimos recuerdos alcanzando una suerte de simultaneidad de pasado y presente y construyendo la realidad más allá del tiempo mismo. Esta podría ser una extractada definición de la archifamosa magdalena proustiana. Pues bien, guardadas las distancias y elementos de desenlace, incluso pudiéramos llegar a alcanzar esas sensaciones; el problema es que tan sutiles percepciones --de hecho le sucedería al mismísimo Proust-- no tienen porqué revivirse siempre en positivo. Sin ir más lejos, en estas últimas semanas estoy sintiendo como un flash-back, la memoria involuntaria de un siniestro índice que ya parecía olvidado: la cautela ante la pluralidad de opinión por presunción de subjetividad o dicterio. Controversia inconcebible a estas alturas dado el dictamen constitucional y todo el espíritu de una jurisprudencia que en tales casos ha resuelto reguladamente desde 1978 hasta el día de la fecha. Un paralelismo pues entre el ayer y el hoy luego de que nada más y nada menos que la WPFC, el IPI y la WAN nos acaben de dar un apercibimiento respecto al significado de la libertad de expresión en cualquier democracia que se precie.

Proust habló de mensajes pero en su época estalla el asunto Dreyfus que no sólo le afectó, sino a su obra y a la sociedad, al precio de infamia, exilio y quizá la muerte de un ilustre mensajero: Emile Zola. Años después, Proust asumiría en La prisionera que a partir de cierta edad hacemos como que no nos importan las cosas que más deseamos. No me pregunten cómo ni por qué.