Hoy día pocos discuten la idea de que las familias son las células de una sociedad; sin embargo, en cuanto uno se propone el objetivo de encontrar una definición universalmente válida para el concepto de familia, la imaginación acaba cayendo presa de las dudas y aferrada a la única conclusión segura de que esas células con las que se construye una sociedad pueden llegar a hacerse casi irreconocibles, como en su día ocurriera con las células neuronales.

Por supuesto que la forma esencial de una familia sigue siendo la clásica: una mujer, un hombre y un número indeterminado de hijos. Pero, claro está, eventualmente puede faltar alguno de ellos. Lo importante, lo esencial, por así decirlo, es que exista o haya existido la vocación de reunirlos a todos en algún momento bajo un mismo techo. Porque, si eso no es así, entonces comienzan a aparecer los problemas. Una madre soltera parece condenada a la prostitución, y un hombre solo con una niña adoptada siempre despierta suspicacias sobre la verdadera naturaleza de su relación. Dos lesbianas preñadas por inseminación artificial serán responsables de la más que probable homosexualidad de sus hijos varones, al faltarle a estos el referente masculino en la familia, mientras que la situación de dos homosexuales adultos que se conviertan circunstancialmente en padres de una niña de dos años es tan sólo un insólito tema para una comedia de Hollywood. Y sin embargo, nos guste o nos disguste, todos esos casos se dan y se toleran en mayor o menor medida en cualquier sociedad occidental moderna que se precie.

Por esos derroteros andaba yo anoche poco después de la cena en el mismo rellano de la escalera, cuando mi vecina y amiga Eva, asomando sus larguísimas pestañas cargadas de rímel por encima de un impreso del Instituto Nacional de Estadística, me paraba en seco disparándome a bocajarro una de sus geniales y oportunísimas preguntas: "Muy bien, vale, pero ¿qué tiene que ver todo eso con nuestro caso?".

Esa patética escena familiar, que más bien parecía un descarte de la película de Billy Crystal y Meg Ryan, Cuando Harry se encontró con Sally , ocurría justo al regreso de un viaje a Cáceres, a Baños de Montemayor, para ser precisos, donde participamos en el Encuentro Anual de Solteros y Solteras sin complejos, orgullosos de serlo y confiados en seguir en ese virtuoso estado por el resto de sus días. "Sí, pero ¿qué tiene que ver todo eso con nuestro caso?", insistía mi amiga Eva, impacientada ante mi prolongado silencio, aunque esta vez ofreciéndome una infusión de salvia mientras me acomodaba en el butacón frente al televisor de su casa. "¿Cuál es nuestro caso?", le respondí yo en una desesperada reacción para ganar un poco de tiempo. Entonces ella me acribilló con una apabullante retahíla de hechos que me hicieron sentir toda mi sangrante desnudez sobre el pegajoso skay del sofá: "Te recojo todos los días para llevarte al trabajo, comemos juntos, volvemos juntos, vamos los dos al mismo gimnasio, nos pasamos las horas colgados del teléfono móvil contándonos la vida y la muerte, nos prestamos el uno al otro como pareja para salir del paso en las cenas oficiales y comemos juntos las uvas para no morirnos de melancolía durante el cotillón de Fin de Año. ¿Y a ti te parece normal todo eso?"

La respuesta que yo no supe encontrar se me apareció al pasar a la siguiente página del impreso del Instituto Nacional de Estadística, cuando ya me veía ahogado en las procelosas aguas de su feminidad. "Lo que tú y yo somos, según me indica este impreso, es dos personas con algunas coincidencias, pero que viven cada una en su casa, lo que se conoce como familias unipersonales". Pero para entonces ella ya me había dejado con la palabra en la boca, y al instante se oyó el chasquido seco de un cerrojo seguido del nervioso tintineo de un manojo de llaves como pidiendo auxilio desde el fondo del oscuro bolsillo de un ajustado vestido de noche.