Tal vez nunca como en este año sea necesario realizar una mirada crítica sobre la Constitución que durante más de 30 años ha servido para consolidar la democracia en nuestro país. La más que discutible reforma "perpetrada" en el mes de septiembre, así como el progresivo desgaste de algunas instituciones y sobre todo de una clase política cada día más mediocre, nos ofrecen el marco incomparable para plantear de una manera urgente la necesidad de cambiar una norma que sobrevive muy frenada por los condicionantes que provocaron su parto. Se impone, pues, cortar el cordón umbilical que nos sigue atando a una realidad, la de 1978, que poco o nada tiene que ver con la del siglo XXI.

Si algo bueno tuvo la impresentable reforma constitucional de este año, fue que sirvió para romper el tabú de su intangibilidad. Es decir, quedó demostrado que basta y sobra voluntad política para acometer cualquier cambio, sin que por ello se tambaleen los pilares del sistema. No hizo falta más que los dos grandes partidos se pusieran de acuerdo para arrodillarse ante los mercados, para que en apenas 12 días se cubriera un procedimiento que debería haber respondido a unas pautas mucho más exigentes en cuanto al pluralismo político y la participación ciudadana. De repente el "sagrado" consenso constitucional, sobre el que tanto nos han machacado los padres e hijos de la Constitución, así como todos aquellos que todavía siguen instalados en el aura mítica de la transición, quedó sobrepasado, de la misma manera que la soberanía estatal certificó su lenta pero inexorable agonía.

Al margen de la dudosa eficacia de la reforma en relación a sus objetivos, tal y como ha demostrado la realidad financiera de los últimos meses, la misma puso de manifiesto dos cuestiones relevantes. En primer lugar que la soberanía ha pasado a una fase líquida, casi gaseosa, que pone en entredicho no solo la supremacía de la Constitución sino también el mismo juego de la legitimidad democrática. En segundo lugar, que el sentido del Estado constitucional, en cuanto estructura político-jurídica basada en la limitación del poder mediante el Derecho, está cada día más entredicho ante la fuerza de unos poderes económicos a los parece imposible sujetar con las bridas de la legalidad. Más bien al contrario, son ellos los que doman a unos sistemas en los que el peso del neoliberalismo está sepultando los impulsos garantistas del constitucionalismo.

Son, pues, malos tiempos para una lógica, la del Estado de Derecho, que se muestra cada vez más inoperante ante unos poderes desbocados, lo cual, a su vez, supone la mayor amenaza para la garantía de nuestros derechos. De ahí que se imponga, ahora más que nunca, la necesidad de reivindicar la ideología constitucional como la única que nos puede salvar del naufragio y, en el caso concreto de nuestro país, la revisión de algunos de los elementos de un sistema que corre el riesgo de acabar convertido en un traje demasiado estrecho para una realidad cada vez más ancha. Cuestiones como la sucesión a la Corona, la integración europea, el cierre del proceso autonómico, la conversión del Senado en cámara territorial, la garantía de independencia y continuidad de instituciones como el Tribunal Constitucional o la necesaria modificación de los factores discriminatorios de nuestro sistema electoral, exigen desde hace tiempo una reforma que, mucho me temo, no acometerán unos representantes cegados y principales beneficiarios de las grietas por las que nuestra Constitución hace aguas. A todos ellos deberíamos recordarles que, como bien ha sentenciado Habermas, "toda constitución democrática es y será siempre un proyecto" y que, como tal, "está orientada al aprovechamiento cada vez más completo de la sustancia normativa de los principios constitucionales en circunstancias históricas cambiantes". Ignorar este reto es el primer paso para convertirla en un cuerpo sin alma o, lo que es peor, en una norma domesticada por los látigos de la selva.

* Profesor de Derecho Constitucional de la UCO