Hace pocas semanas, como otros años pasados en torno al 23 de febrero, un grupo de amigos de la casa recordábamos, con Angelines y algunos de sus hijos, en la familiar Galería-Studio Juan Bernier, al inolvidable Pepe Jiménez, en el décimo aniversario de su partida y, cómo no, también, en el centenario de su nacimiento, al recordado y singular maestro de Cántico Juan Bernier, amigo de cuantos allí estuvimos aquella noche, tan difícil de encasillar por otra parte, no solo como persona sino como escritor, con una basta obra escrita, tan justa como crítica y, desde luego, muy poco usual dentro de aquella época de posguerra, que nos enseñara a muchos los numerosos matices de la oscura realidad de la dictadura y a quien una nutrida pléyade de artistas plásticos y amigos suyos, pudimos homenajear al año justo de su partida junto a la negra sombra hasta su adorado y eterno jardín arqueológico de sus sueños. Yo mismo tuve el honor, junto al profesor Carlos Clementson, de coordinarla y de ser autor, junto al poeta amigo de la Facultad, de uno de aquellos recordatorios, cuyos textos del catálogo encabezara el propio Juan, con su ya su célebre poema "Primavera", donde al final el poeta del Grupo Cántico nos invita a retornar a la tierra, a volver al barro del que nosotros mismos algún día salimos. Ahora en la edición de este año de Cosmopoética me congratulo por el tributo que se le rendirá en su centenario, dentro de "Juan Bernier, la mirada del siglo", esperando también con deseo el poder leer su íntimo diario, en la edición preparada por su sobrino Juan Antonio, quien es un excelente poeta y profesor; a buen seguro, su trabajo contribuirá a poner a su venerado tío en el lugar que en justicia le corresponde dentro del parnaso de las letras.

Personalmente, aún recuerdo la primera vez que le traté, a mediados de los pasados sesenta, cuando con él hice mis prácticas de Magisterio, en aquella clase de niños tan especiales, que con suma profesionalidad él atendía, adivinando yo mismo entonces la hondura de su pensamiento como humanista. Desde entonces, conservé su valiosa amistad y la mantuvimos hasta el final, sobre todo, a partir de 1974, cuando a mi vuelta a Córdoba, como docente, al Colegio Universitario y a la recién creada Facultad de Filosofía y Letras, tras mi paso por la Hispalense, con frecuencia coincidíamos en ella cuando nos visitaba en el departamento en su camino al de Historia Antigua, o bien en la Galería Studio 52, de la que fuera un excelente director y el autor del bello texto del catálogo de la exposición que, mediados los pasado ochenta, hiciera en ella durante la primavera mi esposa, la profesora y pintora Concha Zafra, artista de extraordinaria sensibilidad para él y, cómo no, en su anexo estival del Siroco, donde era frecuente hallarlo impartiendo su magisterio a cuantos durante años tuvimos la suerte de pasar por allí. Su gran sabiduría y valía personal nos la iba mostrando a sorbos, pero sobre todo con esas grandes dosis de humildad y modestia que tanto le caracterizaban, como casi sin querer molestar, si bien con el extraordinario vitalismo que mantuvo mientras viviera y que nos contagiaba a cuantos acudíamos a escuchar su verbo fácil y palabra viva de la que aprender. Lo mismo nos hablaba de literatura, que de la soledad de un claustro o de aquel cuadro centenario olvidado ya en el viejo desván de la institución provincial, siendo el paisaje de nuestra tierra una de sus más características constantes. Como antropólogo puedo decir que Juan no sólo fue el arqueólogo del que bebieron grandes maestros, como se dijera de él, sino un excelente etnólogo también, habiendo conservado entre sus fichas vestigios de nuestra cultura más tradicional, por la que siempre sintió veneración. Conoció como nadie la intrahistoria de nuestra geografía provincial, que recorrió para interrelacionar los temas más diversos que le salieran al paso, ya fueran de arqueología, folklore, arte o poesía, sin olvidar al montillano néctar de los dioses, la gastronomía y cuanto estuviera relacionado con la cultura popular, habiendo llegado yo mismo a publicar con él y otros autores más, en un libro que, sobre Nuestras tabernas , coordinara el maestro Francisco Solano Márquez, y donde Juan Bernier sabría darnos muestra de cómo hacer etnografía, dándonos cuenta de algunas vivencias de nuestra tierra, la que tanto amara mientras viviera, puesto que la llevó siempre en el alma, en su exilio interior, a través de la pintura, la arqueología o la poesía. La "piquera" sería para él el lugar absoluto de su soledad, donde anotara algunas de sus vivencias y sucesos hasta llegar a tener conciencia de sí mismo. Ahora que he vuelto a aspirar la brisa empapada en sol, en nuestra más incipiente primavera y en puertas ya de nuestra Semana Mayor, no deseo otra cosa sino recordar al hoy llorado maestro de Cántico.

* Catedrático