El viernes pasado hemos celebrado el nacimiento de Juan Bautista. Después de Jesús, de ningún otro personaje nos transmiten los relatos evangélicos más datos biográficos que de Juan el Bautista. De la mayoría de los apóstoles no tenemos más referencia que su nombre; de José, el padre de Jesús, apenas alguna mención con motivo del embarazo de María, y algunos sucesos durante la temprana infancia de Jesús. La misma María, la madre de Jesús, es menos citada en los evangelios que Juan el Bautista.

Una síntesis biográfica de este interesante personaje, creo que puede ser ilustrativa. Juan es considerado como un precursor, como un anticipo de lo que después de él sería Jesús. Entre uno y otro hay evidentes coincidencias, y significativas diferencias.

El relato del nacimiento de Juan sigue un esquema similar al relato del nacimiento de Jesús. El relato del nacimiento de Juan contiene su anunciación, su congregación popular en torno a la cuna del recién nacido, una explicación de su nombre, y un himno litúrgico cerrando el relato (Lc 1 5-79). La infancia y la adolescencia pasan desapercibidas para los relatores, como también ocurre con Jesús. Una breve frase resume este período, «vivió en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel» (Lc 1 80). Aquí empiezan sus diferencias con Jesús. Jesús permaneció con su familia hasta el día de su emancipación y comienzo de actividad pública, trasladándose de Nazaret a Cafarnaum (Lc 2 51.).

En un momento dado, Juan abandona el desierto para trasladarse a la rivera del Jordán, y es presentado como un severo predicador, que censura con energía toda clase de corrupción social. Exhibía una recia figura: «Juan iba vestido de pelo de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre» (Mt 3 4). Con el látigo de su palabra fustigaba a quienquiera que se le acercaba: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente?» Censuró en público a los ricos: «El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo». Atajó los abusos de los funcionarios del Estado: «No exijáis más de lo que os está fijado». Se enfrentó igualmente a los militares: «No hagáis extorsión a nadie, no hagáis denuncias falsas, y contentaos con vuestro sueldo». Se atrevió incluso con el Rey, reprendiendo el adulterio público de Herodes con la mujer de su hermano (Lc 3 7-20).

La autenticidad de su vida, su desprecio hacia los compromisos sociales, su crítica implacable de la mentira y la corrupción, le granjearon el respeto de muchos: «Todos tenían a Juan por profeta» (Mt 21 26). El mismo Herodes llegó a tener respeto a aquel hombre de acero, incorruptible (Mt 14 2). Como la de tantos seres humanos, la muerte de Juan fue absurda. Una bailarina, después de una atractiva exhibición pidió la cabeza de Juan en una bandeja, como premio a su insinuante danza. El rey comprendió que no había derecho a ello, pero por miedo a que se interpretara como una debilidad, o falta de decisión, «envió a decapitar a Juan en la prisión» (Mt 14 3-12). ¡Cuánta gente ha sido víctima de la estulticia de los poderosos! También Jesús terminó siendo víctima de los poderosos. Su pasión por la verdad hizo de él un personaje non grato para quienes ostentaban las riendas del poder religioso y político.

Juan y Jesús fueron figuras antagónicas. Juan señaló a Jesús como el auténtico Mesías: «Detrás de mí viene el que es más que yo» (Mc 1 7). Jesús tuvo de Juan la estima más absoluta: «Os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista» (Mt 11 11). Pero sus estilos y forma de proceder eran distintos, y la gente percibió claramente las diferencias. Juan era austero, Jesús no lo era: «Vino Juan que ni comía ni bebía, y dicen, demonio tiene. Viene el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen, ahí tenéis a un comilón y a un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11 18-19).

Las dudosas amistades de Jesús fueron censuradas más de una vez (Mc 2 15-17). El asunto llegó a enfrentar a los seguidores de uno y otro. Un día fueron a ver a Jesús los discípulos de Juan, y le dicen: «¿Por qué mientras nosotros y los fariseos ayunamos, tus discípulos no ayunan?» (Mt 9 14). Es lastimoso ver cómo el fanatismo de los seguidores acaba por empequeñecer el espíritu de los grandes hombres. H

* Profesor jesuita