Ha muerto Don José García Marín. Así, con el don por delante, cuando, como en el teatro y el toreo, alguien se gana el respeto del público y de la profesión. Pepe García Marín, como lo conocemos en Córdoba. Pepe el del Caballo Rojo, como lo conocen en el mundo de la restauración. Pepe, que en lo que respecta a la gastronomía cordobesa, lo ha sido todo: emprendedor, innovador, estudioso, investigador, imaginativo, creador... y maestro de todos. También, ambicioso y osado, en el mejor de todos los sentidos que pueda serlo, por el vehemente deseo de superarse y la resolución a la hora de conseguir su principal objetivo: modernizar, conducir y elevar nuestra cocina tradicional, familiar y popular, hasta situarla en la primera categoría nacional e internacional.

¿Quien no ha comido, alguna vez o varias o muchas, en El Caballo Rojo? ¿Quién, después de consultar su bien construida carta, no ha obviado algunas delicadezas para deleitarse con uno típicos y de buena estirpe, rabos de toro? ¿Quién no ha indagado en nuestro pasado culinario a través de los salmorejos blancos, romanos en su origen, que se tornan andalusíes cuando los inunda la almendra, lo mismo que le ocurre al cordero cuando adquiere sublimes tonos agridulces si se baña con miel? Y sin embargo, sería injusto dejar reducida la inmensa personalidad de José García Marín a una simple lectura de los platos que se sirven en cada uno de sus restaurantes, a los que supo dotar de claramente definidas características propias.

Para hacernos una pequeña idea de su exitosa trayectoria, bastaría con mirar detenidamente las fotografías, firmadas muchas de ellas por los personajes, a los que a veces Pepe quita protagonismo por la actitud, siempre sonriente y relajada, con la que aparece. Reyes, políticos, actores, escritores, pintores y... no sigo, famosos de los de verdad. Su merecido prestigio, le llevó a servir importantes banquetes, en los que siempre brilló la abundancia, la generosidad y el buen hacer. Y no sólo exportó nuestra cocina, sino que importó otras, organizando y participando en numerosas jornadas gastronómicas --españolas e ibéricas-- que sirvieron de escaparate a las cocinas de las Comunidades Autónomas y de Portugal.

Hoy siento su muerte como la de un familiar muy querido, porque su entrañable amistad con mi padre, Miguel Salcedo Hierro, hizo que las familias de ambos nos tratáramos muy de cerca. Fue en esas ocasiones en las que conocí su carácter afectuoso y jovial, su gracia y oportunidad para contar chistes, su memoria para contar anécdotas, sus benévolas opiniones sobre el ser humano, su cariño y preocupación por sus empleados, a los que solía llamar la familia del Caballo Rojo. Supe del amor por su propia familia. Por eso es mi deber dedicar un recuerdo especial a su esposa, Maruja, cuyo fallecimiento le causó tanto dolor, y que siempre estuvo a su lado para ayudarle a cumplir ilusiones y proyectos. Y deseo hacer llegar llegar el pésame de mi madre, mis hijos y el mío propio, a sus hijas María, Pepi, Ángela, y a su hijo José Manuel. Pepe estaba profundamente orgulloso de sus hijos, de sus nietos y de sus biznietos. Mientras pudo y a pesar de su mermada salud, acudió diariamente a lo que durante tantos años fue su trabajo. Su vida.

Cuando mi padre murió, José García Marín, que había tenido rápido conocimiento de la noticia, nos estaba esperando en la puerta del tanatorio, el primero, recibiéndonos en el dolor, lo mismo que en tantas ocasiones festivas nos había recibido. Desgraciadamente, hoy nos toca despedirlo. Que así sea. Con todos los honores que merece una gloria de Córdoba.

* Académica de la Real Academia de Córdoba y gastrónoma